16 diciembre 2012

¿Es eso todo lo que tiene?

Llegué a Quito el 5 de diciembre, víspera del aniversario de su fundación española. Observo que esta última parte hay que decirla ahora con voz queda -a sottovoce- pues, a despecho de los mismos quiteños, las autoridades han optado por suprimir un par de frases del himno a su ciudad; ellas tenían que ver con la innegable herencia hispánica de la ciudad andina, en la cual casi el ciento por ciento de sus habitantes hablan una lengua española y donde la gran mayoría de la población ostenta un apellido hispánico. Este no deja de ser el caso incluso de su mismo burgomaestre, un señor de ideas confusas, de apellido Barrera…

Habían llegado tres vuelos internacionales, en forma simultánea, al aeropuerto capitalino esa misma noche. El trámite inmigratorio fue más bien ágil; sin embargo, el verdadero guirigay se armó cuando los representantes de aduana, sin consideración al espíritu festivo que ya reinaba en la urbe, y tampoco sin dar atención a lo limitado del espacio en la sala de llegada internacional, así como a la carencia de infraestructura para atender en forma efectiva y considerada a un número significativo de pasajeros, optó por ejercer un chequeo muy riguroso de los viajeros que llegaban. Más riguroso aun del que se emplea normalmente.

La medida no se compadecía con las consideraciones anotadas y, mucho menos, con el tratamiento que un aeropuerto internacional debe brindar a sus cansados usuarios; y, no se diga con el concepto de agilidad que un aeródromo sin las necesarias instalaciones debe ofrecer basado en las recomendaciones del sentido común. Cuando hice la observación a un grupo de pacientes vecinos, uno de ellos comentó: “Lo hacen solo para humillarnos, para dejar en claro quién mismo está en control”… Pensé para mis adentros en que no hay nada tan negativo como la estulticia en maridaje con la irreflexiva arbitrariedad (aun a pretexto de cumplir con una disposición administrativa o con la reglamentación pertinente).

Poco era, sin embargo, lo que yo mismo debía declarar. Y mientras esperaba en forma paciente en la fila, se me acercó un personaje que intuí -más por su talante que por su indumentaria- que se trataba de un representante de la autoridad. Al verme con tan reducido equipaje, me preguntó si “era eso todo lo que llevaba”. No bien le hube respondido en sentido afirmativo, cuando, para mi sorpresa, no dispuso que ignorara el control respectivo, sino que en forma conminatoria me condujo hacia un lugar de inspección localizado en la parte trasera de la sala y procedió a realizarme un exhaustivo y ansioso escrutinio de mis pertenencias.

Al comprobar el poco monto de mis bártulos, el individuo en cuestión procedió a indagarme por el motivo para tan limitada cantidad. Le expresé como respuesta que era piloto y que había venido trayendo un avión a América desde Arabia. Al encontrar él, en su acción de registro, que yo poseía el cupo autorizado de licor, procedió a reprocharme que como piloto no tenía derecho a introducir ninguna cantidad. Para su sorpresa y motivo de rubor, tuve que aclararle que aunque era aviador de oficio, mi condición de entrada era igual a la de cualquier pasajero…

Desde ese día, se me ha quedado en la mente la reflexión de mi vecino de fila, en el sentido que la burocracia se ha convertido en una clase con prerrogativas o en una nueva aristocracia. Y hoy, sin querer relacionarlo, al meditar en el personaje escogido, por parte de uno de los candidatos, para completar su binomio para las próximas elecciones, el mismo que es un individuo cuyo padre está acusado de violar a una menor de edad, he escuchado como un eco aquella misma pregunta: ¿Es eso todo lo que tiene? Como quien dice: Qué, ¿acaso no se pudo encontrar nada mejor?...

Quito, 15 de diciembre de 2012

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