19 diciembre 2012

Tierra prometida

Fue siempre una invitación para la lujuria y, hasta aquí, solo terminó siendo una invitación para la mentira. Porque, cómo decir que nunca estuve, cómo confesar que no había venido, sobre todo porque pude haberlo hecho tantas veces; porque tantas y tantas veces no aproveché la repetida oportunidad que tuve para dejarlo todo y poder venir a conocer… Por eso, cuando el avión va concluyendo su sosegado descenso, es el atenuado ruido de los motores el que parece ayudarme a tararear para mis adentros la adaptada frase de una conocida tonada popular… Tantas veces, he mentido tantas veces!

Pronto, el tranquilo desplazamiento aéreo del aparato cesa y la condición irregular de la pista de concreto parece amplificar la perentoria sensación que suscita la naturaleza irregular de la maniobra de aterrizaje. Por eso, cuando el avión concluye sus maniobras en tierra, cuando se apagan sus motores y los ilusionados pasajeros son invitados a descender del bimotor, bajo yo también con parsimonia esa metálica escalerilla y siento esa acción catártica que en los días de calor parece producir el viento cuando golpea en nuestros rostros. Y es entonces, cuando siento bajo mis pies esta tierra, que me fuera tantas veces prometida, y sé que ya nunca más  contestaré que no, que nunca había venido a Galápagos; y que ya nunca jamás estaré tentado a tener que mentir…

Baltra, o Seymour Sur, es una isla pequeña, casi desértica, que semeja una península desprendida de su isla contigua. Su yermo paisaje no aporta a la expectante y primera impresión que quiere captar el viajero advenedizo. Por ello, cuando el desvencijado transporte concluye su corto recorrido y los turistas hacen uso de una diminuta embarcación para cruzar el angosto canal que separa a esta árida isla de su vecina y más grande, conocida en el pasado con el nombre de Infatigable, y hoy bautizada como Santa Cruz, todos los viajeros parecen contagiarse de una fresca y renovada expectativa, diríase que de la seguridad que este agreste paraje va a ser parte de una experiencia inédita e inolvidable.

Luego de treinta minutos sobre un bien atendido camino se llega a Puerto Ayora. Es un sendero de trazos rectos, a ratos interrumpido por requiebres ondulantes. Sorprende el continuo cambio que el variante micro-clima parece ir ejerciendo en el renovado paisaje. Pronto la aridez queda atrás y es reemplazada por una vegetación voraz, selvática e impenetrable. Ya cuando la transportación va concluyendo su rutinario recorrido, aparece la costa meridional con su perfil agreste, tosco y pedregoso. Entonces surge de nuevo el contraste entre el brillo del mar y la roca persistente, porfiada y tenaz… Infatigable!

Ya a bordo de la diminuta embarcación que nos transportará al lugar de nuestro hospedaje, cuesta no mirar hacia el sur, donde aparece como promisorio augurio el perfil de la isla Santa Fe; y se hace difícil no meditar en la naturaleza esquiva de estas tierras inhóspitas, misteriosas y salvajes. Arduo es reconocer que se van a cumplir cinco siglos desde que las islas fueran avistadas por primera vez por Tomás de Berlanga, un fraile que vino a dar con estos parajes empujado por los vientos de la casualidad en una agitada jornada, próxima al naufragio inevitable.

Aquí, en esta misma bahía, miraron hacia el mar infinito corsarios y bucaneros; lo hicieron otros hombres también, unos con ilusión, otros con admiración y otros con esperanza. Unos vinieron a cumplir sus condenas, las del destierro o las del presidio; otros vinieron a reconocer el origen y el cambiante capricho de la naturaleza a través del paso infatigable -ese sí- del implacable tiempo…

Han venido a darnos su concertada bienvenida un número incontable de oscuras y pequeñas iguanas. Revolotean en desordenado acuerdo unos gorriones diminutos. “No son gorriones”, me corrigen quienes conocen. Son los inquietos pinzones que han dado su nombre a esta insignificante ensenada; nombre que es como callado homenaje al pasado, al linaje de unos esforzados marinos que surcaron otros mares y navegaron en otros tiempos. Unos tiempos que fueron de ilusión. Y también, de empeño infatigable…

Finch Bay, Galápagos, 18 de diciembre de 2012
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