23 febrero 2013

Entre el silencio y la nostalgia

A pesar de mis lejanos recuerdos de lo que alguna vez conocí como “el campo de aviación”, no logro aprehender en mi memoria la imagen de lo que debió haber sido aquella pista original de hierba del aeropuerto quiteño. Y esto me parece coherente, pues no recuerdo haber tenido la oportunidad de volar ni el Junkers, ni ese versátil Norseman, bautizado como “Murialdo” que, antes de entrar en la era del inolvidable C-47, operó mi primera empresa: la TAO de mi tío Gonzalo.

Asocio, eso sí, mis recuerdos del aeropuerto de Chaupicruz (Pequeña Cruz, en quichua), con un largo camino empedrado que empezaba en lo que es hoy la avenida Orellana. El desvencijado transporte público hacía un lento recorrido, siguiendo una vía a cuya vera se situaban una panificadora, una llantera, una planicie ondulada -caracterizada por unos diminutos promontorios a los que se llamaba con el indígena nombre de “huacas”-, un hospital de carácter misional y un laboratorio farmacéutico avecinado a una pintoresca y modesta iglesia.

Hacia el final de su recorrido, el camino se bifurcaba; su curso principal seguía hacia Calderón por la vía de Carretas; mientras un sendero más modesto continuaba hacia la parroquia de Cotocollao y pasados unos pocos centenares de metros, y a través de frondosos árboles y una que otra casa recién terminada, permitía ahora observar un reducido número de aeronaves que se encontraban estacionadas. Si el viajero tenía suerte podía escuchar el ruido inconfundible de las hélices que anunciaban, con el giro de su furia tan particular, que sus pilotos estaban listos para salir y despegar; o que, en su defecto, estaban “probando motores”. Y debe haber sido, por esos mismos años, que habría despegado por primera vez en la pista ya pavimentada a bordo de un portentoso Douglas C-47.

Pero fue una mañana de agosto del 69, luego de que Gonzalo Ruales me había hecho una propuesta inexcusable -que marcaría mi vida y mi relación con los aviones para siempre-, que luego de retornar desde Pastaza fuera invitado, por un generoso y entusiasta piloto amigo, a volar “al eco de la estación” en una diminuta Cessna 172. Para entonces la pista ya se encontraba definitivamente asfaltada; y el terminal del aeropuerto era ya uno de los edificios más modernos que había en la urbe. Tenía en su interior una mezzanine que se elevaba del nivel del piso; la rodeada una sencilla balaustrada y estaba coronaba por una escalera semicircular que daba acceso al bar y a una terraza que permitía observar la operación de los aviones. Hacia el lado meridional del recinto, un mural de trazos modernos hacía homenaje al primer avión que había aterrizado en Quito: el Telégrafo I, que había sido piloteado por el capitán Elia Liut.

Han pasado desde entonces casi cuarenta y cuatro años: casi dos generaciones! En el Mariscal Sucre habría de realizar posteriormente cientos de despegues y de aterrizajes. Desde aquí haría mi primer vuelo, como copiloto del DC-3 (el mismo venerable C-47); aquí alguna vez hice alarde de vanidad, como bisoño y todavía adolescente comandante del Twin Otter –sólo tenía diecinueve años-; aquí recibí, años más tarde, mi bautizo con aceite quemado, ya como piloto al mando de mi primer jet, el irremplazable Boeing 707; aquí volé mis primeros Aerobuses; y desde aquí, años más tarde, habría de despedirme para volar, en tierras lejanas, el Airbus 300-600, el Airbus 340 y el magnánimo como bondadoso Jumbo, el Boeing 747-400!

Hoy el viejo aeropuerto de Quito ha cerrado sus acogedoras puertas. Ya no existe ese querido aeródromo que obedecía a las siglas SEQU -Sierra, Eco, Quebec, Uniform-. Hoy el anagrama obedece a las siglas SEQM –Sierra, Eco, Quebec, Mike-: las del nuevo aeropuerto ubicado en la planicie de Oyambaro, cerca del poblado de Tababela. Con ello, la ciudad se ha quedado ya sin ese ruido isócrono que anunciaba la llegada y la salida de los aviones. De pronto, también, ha sucedido algo mágico, inesperado e intangible: sin que nadie lo hubiese anticipado, y muy pocos lo hayan advertido, el nuevo terminal extendió los límites de la ciudad; y, cual si se tratase de un sortilegio mágico, de golpe le dio una distinta dimensión, un nuevo horizonte y la auspiciosa conciencia de un insospechado destino!

Quito, 22 de febrero de 2013
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