06 febrero 2013

Regreso a Ítaca

Estoy todavía bajo la insidiosa influencia del “cambio de hora”. Imagino que no muchos habrán descubierto ese perverso efecto, sobre todo cuando el viaje se lo hace desde o hacia las antípodas y el organismo se demora -según dicen los que saben- tantos días como horas de diferencia, para volver a su estado normal. Pero hay algo más pernicioso aun que todos esos cambios fisiológicos que dejan como secuela estos apresurados periplos, me refiero a un estado parecido a la modorra, al soroche andino, a una indefinida duermevela. En situaciones así, pocas ganas quedan de sentarse frente al ordenador para intentar escribir un comentario.

Intuyo que esas ganas de sentarse a escribir (me resisto por modestia a llamarle con el nombre de “creatividad”) dependen también de los interrumpidos -o más bien trastornados- ciclos circadianos. Creo que es parte intrínseca de la psiquis del hombre el ir reanimando y entrelazando ideas durante el día, e ir haciendo planes y esbozos de lo que ha de hacer durante el día siguiente, antes de acudir a acostarse por la noche. De este modo, lo que pergeña y ejecuta cuando escribe se convierte en el resultado de esos bosquejos que obedecen a un ritmo que atiende a unos ciclos caprichosos, igual que sucede con los cambios fisiológicos.

Por ello es que he llamado a ese estado “soroche”, y lo he hecho con intención, ya que esa inexplicable sensación, destruye el antojo por garabatear en orden unas ideas y apuntes, para poner en el papel unas impresiones o reflexiones. Esta sensación experimento, luego de la relectura de una versión explicada del Ulises de Joyce, libro que siempre me pareció complejo y que cada vez que cedí a la nueva tentación de revisarlo me produjo una reacción inédita y diferente.

Es que Ulises es algo más que una historia que se quiere contar; es ante todo -pienso yo- una especie de juego travieso de palabras, una novela (?) que según el propio escritor irlandés la había escrito para “mantener ocupados a sus críticos por trescientos años”… Ulises es una historia que transcurre en un solo día, está escrita utilizando en cada capítulo formas diferentes de estilo literario. Ora es un drama, ora un mensaje publicitario, ora una homilía o un diálogo interior, y solo en forma ocasional utiliza los recursos tradicionales de la novela contemporánea.

La mitad de Ulises es un soliloquio, la otra es una curiosa como interminable letanía. Da la impresión -al leer la historia- que los personajes cavilan en todos esos inconfesables pensamientos que probablemente todos tenemos, pero que nos resistimos a que trasciendan a los demás porque nos dominan el prejuicio y la vergüenza. Esas meditaciones vergonzantes son las que sentimos todo el tiempo y que quizá nos sirvan de motivación para nuestras acciones conscientes durante el curso de nuestra vida que, más que una historia con sus variadas incidencias, se convierte en un conjunto de juicios de valor, en un modo continuo, personal y subjetivo por interpretar los acontecimientos. Casi como un juego de palabras que la mayoría de las veces nos tardamos en interpretar y resolver…

Nunca leí con detenimiento la Odisea de Homero; sin embargo –y de acuerdo a las confidenciales notas explicativas que Joyce dejó a unos pocos amigos-, el autor trató de parodiar los episodios del poema homérico. Hay algo de contradictorio en la historia del héroe Odiseo (Ulises, en latín) que se toma veinte años -diez en la guerra de Troya y diez en sus andanzas del regreso- para volver a su esposa, a su familia, y a su reino de Ítaca. Subsiste la controversial interpretación de si el verdadero mérito del héroe estuvo en sobreponerse a sus desafíos; o en el de haber “vuelto a casa”, a pesar del embrujo seductor de sus “entretenimientos”…

Quito, febrero 6 de 2013
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