11 marzo 2017

De mujeres y cabrillas

Creo que hasta que llegué a la que sería mi alma mater, la academia de aviación en la que aprendí a volar, allá por 1969, jamás había conocido a una mujer piloto (creo que ni siquiera me había imaginado que ellas existían). Pero, claro, eran tiempos en que -por lo menos en Quito- las mujeres no fumaban ni manejaban (eran contadas con los dedos de las manos las que lo hacían). Era, por lo mismo, impensable encontrar una mujer taxista, piloto o policía.

De modo que cuando llegué a Vero Beach, Mrs. Kate Qualls fue la primera mujer piloto que conocí en mi vida. Todavía no había escuchado hablar de Amelia Earhart, aquella heroína de los albores de la aviación que tratando de dar una vuelta al mundo desapareció en algún lugar del Pacífico. Mrs. Kate tenía lo que a mis dieciocho años me parecía tal vez una edad casi decrépita. Ella no sólo que volaba, estaba también encargada de los chequeos de evaluación y fue quien efectuó mi primera auditoría de progreso. Yo la había visto subirse al frágil Champion Citabria y al poderoso AT-6. Quien se subía a esos aviones era para hacer acrobacia y para ello hacían falta pantalones. Y ella, claro que los tenía...

Algo había de bondadoso en doña Kate. Quizá era que su catadura era la de una mujer acostumbrada a hacer cosas distintas en la vida y que por ello trasuntaba la imagen de una mujer parsimoniosa e impasible. La consideraban con respeto los oficiales de administración y, desde luego, los otros instructores. No se diga, los demás estudiantes. Tarde o temprano caeríamos en sus manos y era mejor que nos identificara como "ese chico enjuto que siempre que se cruza conmigo hace una venia y saluda cordialmente". Ella era, como dejo dicho, una mujer de edad y no creo que jamás haya vestido una falda alguna vez en su vida.

De vuelta al Ecuador, no había conocido a otra piloto -por lo menos en mi tierra- hasta que fui comandante de la entrañable Ecuatoriana. Allá vino a dar una agraciada jovencita que había ejercido como instructora de vuelo en aviones menores (en español los llamamos con un nombre femenino: avionetas). Eran tiempos en que los futuros copilotos primero debían volar dos o tres años como ingenieros del Boeing 707, hasta hacer un poco de experiencia y hasta que exista la oportunidad para su promoción para copilotos en la aerolínea.

Como se sabe, los ingenieros no se sentaban frente a los controles de vuelo; su asiento estaba ubicado detrás de los pilotos, es decir que: justo al medio y por detrás del pedestal central, donde precisamente estaba ubicado el calibrador del timón de dirección (rudder trim, en inglés), lo que vale a decir que cada vez que se lo utilizaba había que meter la mano entre las piernas del ingeniero de vuelo... Era necesario, por lo mismo, hacer una ocasional advertencia cuando se volaba manualmente y cuando ese "ingeniero" pertenecía al antes llamado sexo débil: perdone señorita -le decíamos- que me meta entre sus cosas...

Con el tiempo, a ella me encomendaron para que le diera entrenamiento de vuelo en el simulador de PanAm en Miami. Fue ella uno de los primeros pilotos a quien tuve oportunidad de proporcionar entrenamiento inicial. Aquel era un programa integral de algo así como doce sesiones de cuatro horas que las realizábamos, debido al horario del simulador, casi todas las medianoches por casi dos semanas consecutivas. En ella puse el mejor de mis empeños, no sólo para que tuviera éxito en su promoción, sino para pasarle todo lo que yo ya sabía del venerable 707, para transmitirle sin egoísmo todo lo que otros me habían enseñado, lo que yo había aprendido.

Pasado el tiempo (yo me había ido del Ecuador por veinte años), un día tomé un vuelo de TAME, para viajar a Esmeraldas. Cuando el comandante habló a sus pasajeros, reconocí que se trataba de ella, de la misma chica a la que una generación atrás yo había entrenado. Le transmití un cordial saludo desde mi asiento en la cabina de pasajeros e imaginé que en algún momento me haría llegar una nota recíproca. La nota nunca llegó, ni durante ni después del vuelo. Quise pensar que mi antigua discípula, dadas las responsabilidades y tareas propias de su oficio, se había visto imposibilitada de ofrecerme un sencillo gesto de gratitud o simpatía...

En cuanto a por qué es que son tan pocas las mujeres que optan por aprender a volar y siguen la carrera de la aviación, ya me encargaré de comentarlo en un próximo artículo.
 

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