11 marzo 2017

Un partido inaudito

¿Fue realmente una "goleada" la que recibió el PSG a manos del Barcelona? ¿Se puede hablar objetivamente de una "paliza", como calificó a aquel 6 a 1 la Associated Press? Yo creo que no. Es más, opino que ese fue un resultado espurio y, no sólo eso, estoy firmemente persuadido que este tipo de injustos resultados no deberían refrendarse en el fútbol moderno. No, NO fue una paliza, el PSG simplemente no debía perder. El cuarto gol de Barcelona será por siempre un monumento a la trampa y a la capacidad teatral de un pésimo histrión llamado Luis Suárez, un clavadista que juega en el deporte equivocado.

Porque, dicha sea la verdad, un hombre que merodea en el área para simular, sorprender y engañar, no debería permitirse jugar en ningún escenario del mundo. Sorprende que las autoridades no sancionen este tipo de tramposas actitudes, que no se utilice la tecnología para descalificar estas vergonzosas "jugadas", que no se instruya debidamente a los árbitros y que se permita que el ardid artero tenga respaldo y convalidación en el mundo deportivo. No, el cuarto gol de Barcelona nunca debió ocurrir, no fue penal, no hubo ninguna falta. Era la tercera vez que Suárez se lanzaba torpemente al piso. Lo único que debió hacer el juez fue expulsar a ese tramposo delantero que quiso mentir a todo el mundo!

En justicia, la única paliza fue la que PSG le propinó al Barcelona en el primer partido (4 a 0). O, quizá, la que el PSG se propinó a sí mismo en el segundo encuentro por tratar de sostener su ventaja con una estrategia equivocada, con un fútbol timorato y defensivo. Si el PSG encaraba el partido como uno más, sin encerrarse, sin "aparcar el bus", tal resultado no hubiese ocurrido jamás, hubiese encajado dos o tres goles como máximo.

La prueba es que cuando PSG ya perdía por 3 a 0 y se animó a atacar por un lapso de cinco minutos, Cavani golpeó un remate en el vertical y luego convirtió un gol que, si más tarde el árbitro no se hubiera dejado engañar por la astucia de Suárez, hubiese producido un resultado imposible de remontar. La goleada fue la que recibió la gente que todavía cree que el fútbol es un deporte justo, esa misma gente a la que la prensa insiste en engañar validando este tipo de resultados como que fueran algo apoteósico o sensacional.

Porque eso es lo que dice, por ejemplo, un conocido comentarista argentino, Jorge Barraza (¿quizá inclinado a favorecer a ese ídolo de su país que juega para el Barcelona?), cuando dice que el resultado fue "Histórico… Memorable… Único… Colosal… Inigualable… Apoteósico… Epopéyico… Legendario… Heroico…" (yo no utilizaría tanto calificativo, porque el resultado de ese absurdo y demencial partido sólo merecía uno: VERGONZOSO). ¿Cómo puede Barraza utilizar cualquiera de esos calificativos si él mismo reconoce, a renglón seguido, que la pena máxima, que ejecutó Neymar, fue un penal "QUE NO FUE"?

De hecho, abunda cualquier adicional comentario. El cuarto gol, el tiro libre de Neymar, ese sí que fue un tiro formidable y exquisito, uno que sólo los jugadores privilegiados lo saben ejecutar. Pero eso hubiera sido todo, si es que no se premiaba con aquella infame pena máxima la argucia de un hombre que ya ha dado mucho que hablar en el mundo del deporte. Luis Suárez es un futbolista de una habilidad extraordinaria, con un sentido de área y un espíritu depredador excepcional, no necesita recurrir a la engañifa para apuntalar un buen resultado para su equipo. Suárez hace creer a los niños del mundo que pasarse de listo es adecuado, que simular y lanzarse al piso es "heroico, memorable, colosal"...

No, la paliza no está en ese infame 6 a 1, estuvo en el abuso descarado de la ingenuidad de los verdaderos aficionados, de aquellos que todavía creemos que el fútbol es un deporte donde los resultados deben respaldarse en criterios imparciales y objetivos. Sí, porque este tipo de resultados ya no deben refrendarse, no deben siquiera producirse, exigen que se atienda a un universal clamor: es hora de aplicar la tecnología. No es válida la torpe muletilla de que se afectaría a la dinámica del juego, que se le restaría intensidad.

¿Y a quién le importa?, preguntó yo. ¿Para qué quiero un transcurso ágil, si no nos permite una ocasional interrupción para confirmar una jugada como sucede en otras disciplinas? ¿A quién le importa, si un injusto resultado puede dar la razón al que no la tuvo, se burló del público o hizo una vergonzosa trampa? No, es hora de dejar de favorecer a los equipos que producen más altas taquillas. Hay que convertir a los estadios en templos para reverenciar una virtud esencial en el ejercicio mismo de cualquier deporte: la INTEGRIDAD!

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