04 diciembre 2020

“Annus horribilis”

Siento una extraña fascinación por las frases latinas, es como si ellas dijeran o quisiesen decir algo más de lo que sus palabras sugieren. Piénsese en “ab initio” o “ad nauseam” por ejemplo; hay en ellas algo más que el solo sentido literal no logra contener. Desde siempre me extrañó que el estudio del latín dejó de ser parte de nuestros “pénsums” (usamos el término como programa escolar de estudios, aunque realmente quiere decir tarea escolar); pocos han meditado en la riqueza infinita que una lengua tan rica y lógica pudo haber aportado a nuestro saber y que, al mismo tiempo, ha servido para adornar nuestros exiguos conocimientos. Pero, a la vez, no dejo de preguntarme el motivo para que los hablantes del inglés se apoyen más que nosotros en expresiones latinas como “quid pro quo”, “motu propio” o “ad hoc”, u otras quizá menos usadas como “aurea mediocritas” o “carpe diem”.

 

En cuanto al título de esta entrada, va más allá de lo que las palabras contienen. Tiene no solo un sentido semántico, sino ante todo político, económico y social. Sugiere un mal año, uno terrible u horrendo, pero también algo más. La expresión entraña algo de maléfico y siniestro; y, al parecer, fue asimismo siniestro el motivo por el que se la empezó a utilizar. Habría sido 1348 el año maldito, el de la “gran plaga”, la llamada “peste negra”, cuando se lo empezó a identificar de esa manera. Negro habría sido el panorama sanitario y social; negro el pronóstico clínico de quienes se contagiaban y sufrían por la peste; negras las manchas de quienes la padecían; y, por lo que se sabe, Negro habría sido el mar por donde habría llegado a Europa una pandemia que pudo haberse iniciado en el Asia oriental.

 

Vengo de un tiempo cuando en la escuela se hacían todavía frecuentes referencias al idioma del Lacio. Sospecho que eso del estudio de las lenguas clásicas, y en particular del griego y el latín, habría sido parte del currículo escolar de nuestros padres y abuelos; por lo mismo, algo de su tangible influjo aún quedaba en nuestros preceptores y maestros. Por ello, aquellos rezagos irradiaron también su contagio a buena parte de la formación que entonces se nos impartió. No debo soslayar la inevitable influencia que el latín ejerció hasta esos mismos años, pues parte de nuestra educación todavía hacía referencia a esa lengua. No se puede olvidar tampoco que en aquellos años, previos al Concilio Vaticano II, todavía se decía misa casi exclusivamente en un latín del cual no hemos olvidado sus principales expresiones religiosas, como “Dominus vobiscum” o “ite missa est”.

 

Está ya por terminar el año. A pesar de lo sucedido, especialmente con la pandemia que nos ha acosado; y en particular con la situación sanitaria que ha generado el COVID y sus luctuosas secuelas, se me antoja oportuno considerar si este 2020 ha sido de verdad un año aterrador o apocalíptico, un “annus horribilis”, más allá de lo rescatable. Así, hemos de empezar por reconocer el tremendo impacto que ha tenido para la economía global, en especial para las actividades relacionadas con el turismo y, no se diga, para la aviación mundial. Se estima que esta última actividad va a requerir entre diez y quince años para recién volver a los niveles de 2015.

 

Lo anterior, no solo por el impacto de la recesión que ha propiciado la pandemia, sino por el golpe mortal que infligió a la confianza de la gente y a la situación comercial de las empresas de casi todo tipo de actividad. Aparte del asunto médico y sanitario, quedan -sobre todo- los efectos laborales como consecuencia de los despidos y la impronta de la desocupación e inestabilidad laboral. Pudiera decirse que casi todas las actividades han sido afectadas; o, más bien, que son escasas, quizá muy raras, las actividades o negocios que fueron favorecidos por esta terrible calamidad. La misma situación de confinamiento y de restricciones para la movilización trastornó los pronósticos y expectativas; afectó el comportamiento, los hábitos de consumo y las prioridades de la gente.

 

En la práctica, mucho de lo imprescindible dejó de serlo; y mucho de lo importante pasó a convertirse, si no en superfluo, por lo menos en prescindible o factible de ser postergado. Ya visto con el lente de una más mesurada perspectiva, el año que se va ha significado una nota de advertencia, una llamada de atención. Nos ha invitado a reflexionar en qué cosas son prioritarias y verdaderamente importantes. En ese sentido, ha tenido la virtud de reconciliarnos no solo con lo permanente sino con muchos de nuestros viejos y olvidados paradigmas y, quién sabe si hasta con nuestros descuidados valores.

 

El año que termina nos ha impulsado a poner las cosas en su justa dimensión, nos ha ayudado a discriminar lo innecesario y lo superfluo. Para quienes hemos tenido la bendición y fortuna de conservar nuestra actividad, nos ha favorecido con la alternativa del ahorro y con la recuperación de un sentido de previsión, aupado por la necesidad de cuidar una reserva para lo imprevisto, la desgracia o la calamidad. Ya recuperada aquella perspectiva, y sin considerar la impronta de luto que pudo habernos dejado, este año nos ha deparado una arista que no es del todo negativa. No ha sido un “annus mirabilis” (año milagroso), pero nos ha dejado la ventura de poder reorientarnos para volver a poner las prioridades y los valores, vale decir lo realmente necesario y su contrapartida (lo prescindible), en su correspondiente y preciso lugar.


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario