11 diciembre 2020

Una tarde de chicuelinas…

Recibí el sábado pasado la llamada de mi cuñado Tato; quería pedirme que le "acolitara"... Se trataba de acompañar a otra de mis cuñadas, quien debía viajar el día siguiente a Latacunga, donde había ofrecido presentarse en una corrida de toros; le habían pedido que cantara en un festival que ahí se había programado. Ese domingo se efectuaría la última corrida, se lidiarían siete reses, siete, de prestigiosas ganaderías pertenecientes a haciendas del sector. Latacunga es uno de los pocos cantones del Ecuador, donde todavía está permitida la lidia y muerte de astados después del referéndum que se efectuó en mayo del año 2011 para, entre otras cosas, suprimir aquellos espectáculos taurinos.

 

Así que pasaron a buscarme a la hora prevista y en el lugar acordado. El día lucía sombrío, aunque sin presagios de lluvia (los pilotos diríamos: nublado pero operable). Llegamos a la placita de San Isidro Labrador un poco antes de las diez de la “madrugada”. La Loli tenía que hacer ciertos ajustes con los músicos que más tarde iban a acompañarla. Su presencia sería un aporte a los esfuerzos de los aficionados taurinos, particularmente aquellos entusiastas aficionados capitalinos, que se habían quedado sin la tradicional feria de Jesús del Gran Poder, a partir de la proscripción a su querida fiesta ocasionada por la consulta antes comentada. Había un agradable ambiente de expectativa, se trataba de mantener vivo el interés por la fiesta brava.

 

La corrida iba a dar inicio después de mediodía; teníamos, con mi buen amigo Tato, algo más de dos horas para buscar un sitio donde procurarnos un tardío desayuno, algo que nos mantuviera en pié hasta la hora estimada del fin de la corrida, a eso de las cuatro de la tarde. Se lidiarían seis toros -seis- que serían sorteados entre los matadores que habían sido contratados; habría también un séptimo toro, cuya lidia estaría a cargo de un conocido rejoneador que, al igual que uno de los toreros, también tenía estirpe nacional. Luego de no encontrar un hotelito, en donde yo solía parar a comer antaño, nos resignamos a ordenar algo ligero en la población de Salcedo.

 

La conversación se fue tornando dulce mientras esperábamos por lo que habíamos solicitado. Con Tato, ponerse a conversar acerca de las travesuras de su vida o de las anécdotas relacionadas con la vida política de su afamado y conocido padre (mi ya desaparecido suegro), no solo mantiene a sus contertulios sujetos al anzuelo de su atención y pendientes con una elevada cuota de interés, sino que se hace inevitable dejarse llevar por una extraña actitud, nunca carente de una cierta cuota de complicidad. Ya eran casi las doce, cuando caímos en cuenta que pudiésemos estar atrasados para el tradicional paseíllo, el inicio de la jornada taurina para la que habíamos viajado.

 

Habían pasado más de treinta años desde la última vez que presencié una corrida de toros. Jamás podría decir que he sido un aficionado taurino; pero de muchacho fui con frecuencia a algunos de estos espectáculos. Nunca fui, sin embargo, a la hoy remodelada Plaza Belmonte, pero fui un par de veces a la vieja Plaza Arenas, ubicada en la calle Vargas, que luego se convertiría en coliseo deportivo y, más tarde, en mercado de expendio de cachivaches usados (aunque también de una infinidad de objetos "prestados"). En cuanto a la actual Plaza Quito, fui a ella desde el año de su fundación, para ver torear a muchos de los mejores exponentes de tan corajuda como temeraria profesión.  

 

De vuelta al espectáculo que hoy merece mi narrativa: la plaza de San Isidro, que quizá tenga capacidad para unas tres mil personas, lucía un respetable aforo aunque no estaba atiborrada. Supongo que las restricciones impuestas por la pandemia afectaron la asistencia que los organizadores hubieran esperado. Esta vez, los presentes solo cubrían la mitad, o unos dos tercios, del aforo permitido. A pesar de ello, la tarde se convirtió en alegre y entretenida; los animales aportaron al éxito de las faenas y los toreros cumplieron con su arte y su bien intencionada misión. Diez orejas y un rabo se cortaron en total; y, aparte de tan numerosos apéndices, uno de los toros fue indultado y devuelto a los chiqueros en medio de una calurosa e indulgente aclamación.

 

Por mi parte, y más allá de la afición que todavía pueda despertar en mí la fiesta brava, pienso que el toreo vive gracias al esfuerzo de sus aficionados y dirigentes, y al impulso de su tradición. Cada vez va a ser más difícil respaldar esa afición, vistos los reparos que esgrimen sus detractores o la postura de los grupos que defienden el tratamiento a la vida de los animales. Yo mismo siento que he ido modificando mi criterio respecto a la tauromaquia... quizá mi corazón se ha ablandado y hoy veo con ojos distintos el precio que se paga por disfrutar el lado artístico que tiene la fiesta brava... Pero sé que sus días están contados, a menos que se suprima la suerte del sacrificio. Advierto que la fiesta no tiene un promisorio futuro; y pronostico que pronto se va a decretar su defunción.

 

He reservado para el final un episodio que esa tarde lo viví; y es que mientras esperaba que se dé inicio a la corrida, sentí que desde atrás alguien cubría mis ojos con sus manos delicadas. Mientras preguntaba por el nombre de la dueña de gesto tan gentil, acaricié las manos de quien había convertido aquel cariñoso acertijo en indagadora presentación. Solo me bastó con regresar a ver, para advertir que quién con tanta dulzura había cubierto mis ojos, ahora de pronto se apercibía, algo embarazada, de que había cometido una inesperada y confusa equivocación...


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario