02 agosto 2022

El hombre de Kirkcaldy

Ahí, en la costa norte de Blackness Bay (Bahía de las Tinieblas), en una pequeña población costera enfrentada a Edimburgo, había nacido hacia 1723, Adam Smith. Muchos pensarán que el nacido en Kirkcaldy había sido un famoso economista; debería decirse más bien que Smith fue un aventajado filósofo. “La suya fue una vida de austeridad estoica, presbiteriana, sin alcohol y probablemente sin sexo –nunca se casó ni se le conoció una novia”, dice Mario Vargas Llosa, en el capítulo que le dedica en “La llamada de la tribu. No parece pero había nacido hace ya trecientos años, unos cien antes de que se constituyera como estado independiente la República del Ecuador.

 

No estoy seguro si a Vargas Llosa lo había leído en el colegio; pero sí que ya tenía leídas dos de sus novelas antes de cumplir mis primeros veinte años. Empecé con La ciudad y los perros, una historia que describe la vida estudiantil en el Leoncio Prado, un colegio militar de Lima; su lectura me había llevado a imaginar lo que habrían vivido los jóvenes oficiales de ejército que fueron mis colegas y amigos en un pueblo macondiano conocido como Shell Mera, un antiguo campamento petrolero al que ellos preferían llamar Río Amazonas. Luego salté a Pantaleón y las visitadoras, novela que relata los servicios sexuales que eran provistos en los destacamentos amazónicos. Lo que sí no estoy seguro, es si esas obras fueron escritas antes de que Vargas Llosa descubriera a Flaubert, ya que en “La orgía perpetua” confiesa que con Madame Bovary aprendió el verdadero arte de escribir novelas.

 

Esa cruda realidad, la narrada en Pantaleón y “esas señoras”, fue algo con lo que temprano me familiaricé en mis primeros años como piloto en el Oriente. Ese era un servicio que era parte del abastecimiento establecido para satisfacer las necesidades del personal castrense. Aquello tenía su nombre, más bien un código, que se usaba para disimular su real propósito. Lo llamaban A6 (por Abastecimiento 6), el cual tenía su protocolo y logística particular. Sospecho que, debido a las prioridades que tenían los demás abastecimientos, a veces esos servicios eran atendidos con aviones comerciales. Por ello, y sin proponérmelo, contribuí a satisfacer parte de esos traslados en los que, a más de vituallas, se transportaban meretrices que viajaban para “atender” tan perentorias “demandas”.

 

Bien sé que esas eran actividades non santas. Mas, su realización no puede juzgarse sin considerar su especial contexto. La abstinencia obligada por las comprensibles circunstancias relativas al confinamiento militar, quizá exigía recurrir a este tipo de arbitrios con el objeto de evitar otras formas de conflictivos desahogos… Como se ha de suponer, estos servicios no estaban destinados solo para la tropa: la oficialidad gozaba también de similar “prerrogativa”, aunque con la prelación que otorgaba la jerarquía… Muchos años después, cuando viví en Singapur, habría de descubrir, una calle en Little India, donde se ofrecía idéntico servicio. Largas filas de humildes jornaleros esperaban su turno para cumplir con tan fugaz como perentorio trámite… Pero fueron siempre los ensayos del Nobel peruano los que más disfruté, más a veces que sus más reconocidas novelas.

 

De vuelta pues al filósofo escocés, su primera y más intuitiva impresión habría sido la de que la propiedad constituía el eje activador del progreso. Reconocía que el afán de poseer afloraba como el instinto más característico de la especie humana; y que, como tal, era la base no solo de la propiedad sino del desarrollo de la civilización. Smith postulaba que el intercambio comercial era el verdadero motor que propendía al bienestar; los gobiernos habrían surgido como respuesta y se habrían estructurado como herramienta para proteger aquella propiedad. El escocés enunciaba que la real enemiga del progreso no era otra que la mezquina nobleza latifundista.

 

Smith tuvo siempre una inquietud rectora, se preguntaba cuál había sido el motivo para que la sociedad humana se mantenga y desarrolle, a pesar de las rivalidades, el predominio de los instintos, los intereses, el afán avaricioso y el egoísmo de los hombres. Observó que, sin embargo de los obstáculos, la bondad y los valores prevalecían. Intuyó el temor del hombre a que se dude de su integridad, duda que percibía como la más despreciable de las afrentas.

 

Su obra principal fue “La riqueza de las naciones”, en ella reconocía la importancia del libre mercado, un elemento no inventado por nadie sino solo por la necesidad. En su documento comparte una conclusión desconcertante: la de que no es el altruismo, ni la caridad –sino el egoísmo–, el verdadero propulsor del progreso. Declaró algo que, más que una advertencia, sonaba a admonición: que “Ninguna sociedad puede ser próspera y feliz si la mayoría de sus miembros son pobres y miserables”. Terminó sus días convertido en funcionario aduanero; resultaba contradictorio, si no paradojal, que el promotor del libre mercado fungiese de contradictorio oficial de control…


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