09 agosto 2022

Y al prójimo como a ti mismo…

Todos los días presenciamos o somos testigos de un sinnúmero de trágicos e incomprensibles accidentes de tránsito. Lo de “incomprensibles” hay que decirlo con el beneficio de la duda, porque luego de reconocer nuestra pésima cultura de manejo y, especialmente, nuestra indisciplinada idiosincrasia, lo que realmente debe parecernos incomprensible es que no existan más accidentes. En alguna otra ocasión ya hemos tratado este espinoso tema: lo hemos hecho analizándolo desde el punto de vista de las consecuencias; hoy creo que sería interesante analizar ciertas inveteradas costumbres que vemos a diario, pues sabemos a priori que ellas son las que terminan por ocasionar muchos de estos absurdos accidentes que, cuando se los analiza, reconocemos que pudieran ser evitados.

 

He de empezar por reconocer que, cuando conducimos, pocos caemos en cuenta de que no solo se trata de hacerlo con precaución y prudencia, sino que hay que saber contar con la imprudencia y desprolijidad ajenas. Muchas veces esa imprudencia es consecuencia de nuestros apresuramientos, que asimismo dependen de nuestros atrasos; pues existe mucha gente que vive ansiosa, impaciente, atolondrada, tratando de ganarle tiempo al tiempo, y que jamás ha meditado que para no andar alocada y poniendo en riesgo a todo aquel que se cruza en su camino, debería salir un poco más temprano de su casa y administrar un poco mejor su tiempo, lo cual contribuye a asignar una mayor cuota de cortesía hacia los demás conductores. Nadie tiene porqué pagar por nuestra impuntualidad.

 

Un tema descuidado es el desconocimiento de ciertas reglas generales, asunto que pudiera superarse con una mejor educación vial, que depende del tipo de aprendizaje inicial y del sistema de evaluación de pericia que deben efectuar en forma obligatoria los agentes encargados de realizar dicho escrutinio. Es inconcebible que exista gente que desconoce asuntos elementales como no estacionar junto a una vereda señalizada con una franja de color amarillo (que obviamente identifica la prohibición de estacionar), o de las reglas relacionadas con el llamado “derecho de vía”. Hay quienes no saben relacionar derecho (en cuanto a ir hacia la derecha) con derecho, en cuanto a la prerrogativa de poder virar y gozar de prioridad. En inglés esto se conoce como “right of way” y es un principio básico, no solo de lo que debe ser nuestra permanente conducta, la civilidad, sino también del orden y de la propia seguridad.

 

Este derecho de vía es una forma de acuerdo social, una manera de hablar el mismo idioma y de sobreentenderse mutuamente. Bien sé que el lenguaje “sobreentendido”, en muchos oficios y tareas, es una mala manera de comunicación, pero en temas relacionados con el tránsito pudiera convertirse en una buena manera de colaborar con el sistema, de anticipar la prioridad y evitar los desencuentros y los accidentes.

 

Todo esto puede quedar en buenas intenciones cuando alguien quiere darse de “más listo”. Y eso puede convertirse, justamente, en una de las principales causas de los accidentes, pues genera un efecto multiplicador: la súbita competencia para determinar quién puede fungir de más listo, de quién es el más agresivo “sapo vivo”… Demencial, absurdo y tonto como pueda parecernos, esto es lo malo de quien empieza con el irrespeto a los demás, que no solo afecta a quienes nada tienen que ver con sus atolondramientos, sino que los obliga a actuar con similares estrategias, ya que no estarán dispuestos a tolerar esta suerte de demostración de sagacidad o viveza del que así empieza.

 

Creo que todo esto se resume, en cuanto a nuestro ideal comportamiento, a lo comentado en los evangelios (Mateo 33: 37-40 y Marcos 12: 28-34), cuando Jesús fue consultado en forma capciosa por los fariseos en cuanto a cuál era, según Él, el más importante de los Mandamientos, a lo que Jesús habría respondido: “Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Ese es el más importante mandamiento. Y el segundo es semejante al primero: amarás al prójimo como a ti mismo, por amor a Dios”.

 

Cuando entro a un redondel o a un espacio congestionado, convertido ya en campo de batalla entre una masa enorme de conductores convertidos todos en vulgares sapos vivos, luchando entre ellos por salir vencedores en esta inusitada competición para determinar quién queda campeón mundial de la picardía criolla o del “más listo sapo vivo”, no puedo sino convenir en lo fácil que todo sería si supiéramos pensar un poquito más en los otros, en nuestros "semejantes", cederles el paso, sonreir y dejarlos pasar… Pues, ¡qué lejos está esa fea forma, tan mezquina y huraña, de la manera como debemos tratarnos con los otros, con una más auténtica y cristiana forma de cordial civilidad!


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