05 agosto 2022

Malacrianzas y dragoneos

Un artículo que leí en la madrugada empezaba por advertir que su título (Malacrianza) “era un americanismo por ‘malcriadez’, otro americanismo”. En él se comentaba uno de esos desplantes que suelen tener nuestros políticos, tan susceptibles, ellos, a decir o hacer cualquier cosa que llame la atención, destinada a buscar la acogida de los titulares. Había allí, sin embargo, un par de palabras que se usan en nuestra tierra, aunque con diverso o no exacto sentido: malacrianza y dragoneo. La primera la escuché en mis tiempos de infancia; la otra, en mis días de piloto.

 

Consultado el sentido de la primera, el diccionario me remitió a “malcriadez”, haciendo referencia a una crianza mal efectuada. Como recuerdo, en mis tiempos de escuela también se oía aquello de “hacer malacrianzas”, como expresión verbal, y también se escuchaba malacrianza, precedida a veces de artículo (la malacrianza), como sustantivo. Tengo la impresión de que, usada como nombre, tenía un doble sentido: el efecto propiamente dicho y las “partes pudendas”. Eso de hacer malacrianzas (como acción) consistía en algo obsceno, en aquello que se hacía para provocar a otro; o, para mencionar también, lo relativo a “aquello que se suele hacer con otro... Implicaba pues algo impúdico ejecutado con sigilo, algo furtivo u ofensivo al pudor. No estaba exento de cierta sicalipsis (malicia sexual o picardía erótica).

Revisados los diccionarios de ecuatorianismos que normalmente consulto, obtuve diversos resultados:

  • El de Carlos Joaquín Córdova lo mencionaba separado (mala crianza), y presentaba dos acepciones: “Conducta inconveniente por descortés o incivil; y, comportamiento mal educado como el que a veces tienen los niños, acto obsceno de escolares”; 
  • El de Fernando Miño decía: “Palabra o gesto grosero y ofensivo (malcriadez); actitud descortés y mal educada que muestra una persona, generalmente un niño”; y, 
  • El de Susana Cordero anotaba lo que incluye el DLE, respecto a que la palabra se usa solo en ciertos países, y mencionaba que también se lo hacía en Ecuador. Decía, además, que se debía escribir en una sola palabra.

 

Por tanto, el uso más parecido al que dábamos en la infancia pertenece a C.J. Córdova. Para nosotros, eso de hacer malacrianzas era hacer actos impúdicos reservados para adultos, actos obscenos, como eso de mostrar las partes íntimas. Por otro lado, hacer malacrianzas –ya más tarde, y con más edad– equivalía a efectuar actos que merecen la intimidad y el pudor pertinentes. O, hacerlo sin testigos pero cuando otros tenían conocimiento. Por extensión, y como sustantivo, podía llamarse así (la “malacrianza”) a las partes pudendas o genitales, si se hablaba en forma coloquial; y se podía decir: “le vio o le agarró la malacrianza”, en lugar de esas “partes íntimas”, por ejemplo.

 

“Dragonear”, mientras tanto, es un verbo usado en la milicia y, aunque menos, en el ambiente aeronáutico. Significa: prepararse para ser considerado para una promoción. El único diccionario que lo menciona (con la voz “dragoneante”) es el de F. Miño, que recoge lo siguiente: cadete o conscripto que, por sus méritos, desempeña funciones de mayor responsabilidad y ejerce mando en la tropa. En tanto, que el DLE replica: (1) Ejercer un cargo sin tener el título para ello; (2) Hacer alarde, presumir de algo; (3) Coquetear con alguien o flirtear con la mirada; (4) Seguir algo con la mirada con la intención de obtenerlo. Anoto que aquello de actuar de dragón puede ser mal visto, sobre todo si se trata de “hacer méritos”, pues, como dice el texto del DLE, equivale a “Preparar o procurar el logro de una pretensión con servicios, diligencias u obsequios adecuados”… Exigiría pues saberlo hacer sin afectar a los demás interesados.

 

Ahora bien, el artículo referido no tenía que ver con la semántica ni el caprichoso significado de las palabras, sino con una especie de fobia que parecen tener algunos políticos latinoamericanos, a lo que se llama justamente “obsesión norteamericana”. Se refiere a actitudes descomedidas o desaires contra los funcionarios de Estados Unidos. Estos gestos pueden ir desde evitar el saludo hasta alguna otra forma de indelicadeza protocolaria, todo con la intención de conseguir un golpe de efecto con fines muchas veces electoreros. En este caso, se refería a la payasada de un presidente que no tuvo rubor en faltar a una cita cumbre porque no se había invitado a sus pares ideológicos, pero que no había tenido empacho en solicitar audiencia al agraviado para presentarle una lista de pedidos…

 

El episodio me recuerda lo sucedido en Punta del Este, en abril de 1967, cuando el presidente Otto Arosemena fue el único que se negó a firmar la Declaración de Presidentes, quizá por considerarla incompleta y sin valor práctico. Pero, son más bien otras las “extravagancias que sorprenden sin seducir, como con elegancia lo hubiera dicho Stendhal.

 

San Rafael


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