10 abril 2011

De acrósticos y anagramas

Riobamba había sido la tierra de mi abuelo Alberto, el padre de mi mamá. Jamás pude conocerlo, él había muerto pocos meses antes de mi nacimiento; pero, sin embargo, puedo decir que lo conocí en cierta manera. Es que, en casa de mi abuela, ella misma y el resto de mis tíos, hablaban con frecuencia de él, de sus ímpetus religiosos, de su devoción, de cómo había dejado aquella ciudad de provincia a pesar de sus reticencias; y de cómo había venido a Quito a morirse del sentimiento. Que se había muerto “de los nervios” decían; eufemismo con el que, quizás, querían explicar sus raras depresiones, sus inconformidades, sus tardías penas. Unos pocos retratos, con un color cercano al que tienen los daguerrotipos, era todo lo que más tarde habría de encontrar en los baúles de la casa, como único testimonio de su carácter y de sus solitarios desencuentros.

Y eso era lo que más convocaba mi reflexión, en esas fotografías donde el negro se mimetizaba con el sepia: su serena impasibilidad avecinada a la resignación, esa su aureola como de santidad, que testimoniaba sus místicas dedicatorias, sus vigilias marianas, sus acrósticos a la Madre Dolorosa, sus cotidianos rosarios vespertinos, las proclamas de sus cofradías provincianas donde se confundían la devoción de los simples y curiosos, con la espiritualidad de los exégetas. Ahí estaban aquellos “caballeros” de porte clerical, agrupados para posar para una incierta posteridad, renovando su promesa, dando rendida fe de su pasión, de su indeclinable compromiso. El marco de esa ocasión era quizás el patio del Colegio San Felipe. Atrás, asomaba el lomo escalonado del Chimborazo, como poniendo de relieve ese piadoso espíritu de contrición, esa fervorosa comunión apuntando al infinito.

Esa era la tierra que habían dejado atrás los tíos y los abuelos; y allá era que volvía yo también de tarde en tarde, o – lo que talvez sería mas apropiado decir - de vacación en vacación, y de verano en verano. Solo mi tío Alberto se había quedado a vivir en esa ciudad apacible y recoleta; allá iba yo todos los años a disfrutar de mis escolares vacaciones. Era esa una tierra de calles polvorientas, donde la ausencia de autos mantenía el empedrado de sus calles en perfecto estado; donde íbamos caminando de paseo a visitar los barrios alejados; donde todavía la familia hablaba del pasado de la infancia de los tíos, con un orgullo de aristocracia de provincia, con altivez no exenta de nostalgia. Allá iba yo, muchas veces sin anticipar de mi llegada, a esa balconada casa de dos plantas enfrentada al claustro de las Conceptas, a medio camino entre la plaza de San Alfonso y la tienda de una señorita solterona de apellido Santillán, donde yo nunca tuve que comprar mis golosinas, ya que ella simplemente me las regalaba. Fue ella algo así como mi primera y más temprana enamorada, la prematura víctima de mis todavía inéditos atractivos… Ella invitaba al intercambio de insinuantes sonrisas que contenían mensajes indescifrados y secretos…

Fueron veranos compartidos con un enamoradizo primo de mi misma edad. Con él habría de realizar mis primeros paseos, caminando o sufriendo el estropeo de un bus provincial; fueron esas romerías a Guano, Calpi o Chancahuán; caminatas realizadas con la ocasional intencion de cazar una tórtola o quizas un mirlo con la prestada carabina de su viejo, administrando el exiguo sucre que habría de alcanzarnos para la transportación, los refrigerios, y aun para algún artesanal adefesio. Así compartí mis primeras vacaciones con alguien que había decidido expresar con sus amorosos acrósticos lo que el abuelo le había legado en la sangre, una empecinada tendencia a realizar apasionados poemas en los que él registraba el ardor de sus romances y la fiebre de sus afectivos embelesos.

Ahí, cuando empezábamos a ser adolescentes y dejábamos recién de ser niños, en medio de nuestras primeras contiendas pugilísticas o nuestros interminables circuitos ciclísticos; entre las abreviadas visitas a la tía enclaustrada que en forma generosa financiaba nuestros paseos y las prolongadas estancias en casa de la jovenzuela de tez trigueña y ojos azul cielo que ocasionaba sus demenciales requiebros, fui descubriendo su inclinación hacia los sonetos y los acrósticos, hacia los desesperados y rendidos poemas con los que él saturaba sus ajados y trajinados cuadernos. Toa se llamaba la agraciada, nombre susceptible para la tarea de pergeñar un endecasílabo, pero no muy apto para la piadosa disposición que él tenía hacia los intransigentes acrósticos y los prometedores sonetos.

Fui entonces testigo de sus esforzados empeños. Alumbrado él por aquel leve destello de una lámpara mortecina, iba ejercitando sus rimas, construyendo los breves y desesperados poemas con que cada tarde declaraba sus sentimientos. Terminada su tarea, iba buscando un nombre de pluma para disimular sus afectos. La empecinada búsqueda de un seudónimo le llevaba al insospechado terreno de los anagramas, donde podía encontrar el embozo para simular a los ojos del mundo sus aún no reciprocados sufrimientos. Yo mismo fui encontrando así el mío, ajeno todavía al magnético mundo de la poesía y al aún no transitado de los futuros enamoramientos. Iván Toral Bozeci fue el anagrama de mi propio nombre que por casualidad encontré, seudónimo con el que más tarde habría de dar identidad a mis iniciales humildes barruntos, autoría a mi incipiente métrica, así como también al piélago de mis primeros y ahora ya desaparecidos versos…

Sydney, 10 de abril de 2011
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1 comentario:

  1. bueno ami este acrostico de riobamba me gusta damasiado como cuenta la leyenda de su familia

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