24 abril 2011

Las edades del hombre

A la historia de la humanidad se ha optado por dividirla en edades, ésta sería una manera de discriminar las diferentes etapas que ha tenido la civilización. Así tenemos etapas muy diferenciadas como la Edad de Piedra, la de Bronce, la de los Metales, la Edad Media, la Edad de Oro, la Edad Moderna; y así, muchas y muchas otras que marcan ese proceso ascendente de la vida del hombre, que es lo que hemos dado en llamar justamente con el nombre de civilización. Pero esta forma de catalogar el pasado, esta forma de mirar hacia atrás, solo ha sido posible gracias a la escritura. Con la sola tradición oral no hubiera sido posible que exista la historia; la que, bien vista, es una manera de recordar el pasado y de comentarlo en el presente, para luego proyectarlo hacia la posteridad. 

Los hombres también tenemos nuestras diversas edades. Se habla de la edad de los pañales, de la del uso de razón, de la adolescencia (hay quienes prefieren llamarla edad del pavo, o “del burro”, que en mi casa alguien insinúa que los hombres no la abandonamos jamás); está ahí la edad adulta, la eufemística mediana edad, la edad crítica o menopausia (o andropausia), la tercera edad, la edad avanzada; y, entre otras, y escondida entre estas últimas, parece estar una en la que talvez yo ya me encuentre ahora; o que por lo menos, empezaron ya a entrar los que pertenecen a mi generación y tienen por lo mismo mi misma edad. Es una etapa caprichosa que no nos deja avanzar, que hace que nos anclemos en los rencores como absorbidos por una ciénega hambrienta, que no nos permite vernos en el espejo de nuestros prejuicios y temores; que nos impulsa a verlo todo con un lente que distorsiona. Es un período que no se reconoce en ningún texto; a mí se me ha dado por llamarla “la edad de los resentimientos”. 

Es probable que con los años nos vayamos haciendo resentidos; y no estoy seguro si esto pasa porque con la desocupación nos empieza a “sobrar el tiempo” o es porque, por asuntos puramente fisiológicos, al igual que el endurecimiento de las venas, el deterioro de las articulaciones o la caída del cabello, vamos adquiriendo este penoso y lamentable exceso de susceptibilidad. Lo cierto es que nos resentimos por cualquier cosa; es como si de pronto nos hubiesen instalado un par de antenitas invisibles que nos ayudan a detectar la “aparente” intención ajena, que nos impele a adivinar escondidos motivos y estar en permanente estado de “sintonía”, gracias a estos caros y pesados adminículos de detección que echan al traste y por el suelo nuestras buenas relaciones con los demás. 

Así es como, de pronto, empezamos a sentirnos postergados o subestimados, nos sabemos malinterpretados o incomprendidos. Vemos intenciones donde no existen y escondemos detrás de argumentos, a los que llamamos con el nombre de todo tipo de valores, la fuente real de nuestro encono o malestar. Así, ésta, que debería ser la edad de la sabiduría y la ponderación, se va más bien convirtiendo en una época achacosa para el espíritu; atentos como estamos todo el tiempo a encontrar razones para respaldar nuestras diferencias y para el alejamiento que vamos produciendo con quienes mal llamamos “nuestros semejantes”, los que están a nuestro rededor. 

Para esta curiosa forma de comunicación, o incomunicación, usamos un lenguaje basado en claves que pueden ser privativas y secretas; indescifrables muchas veces, cual si fuesen jeroglíficos. Es el idioma de las suposiciones y el lenguaje de los sobreentendidos; uno con el que asumimos la opinión o los motivos ajenos; y con el que, a su vez, estamos convencidos, a pies juntillas, que los demás estaban ya enterados de nuestras intenciones y propósitos, y que debieron tomar en cuenta nuestros motivos. Tal parece que lo que importan no son los hechos o las realidades, sino únicamente la manera como los asumimos… 

De este modo mi edad se ha ido convirtiendo en un proceso tortuoso; cuando es ya preciso caminar con un escondido y disimulado detector de estos guijarros embozados en la vera del camino que hemos de transitar, que son los resentimientos; a la vez que con un pequeño espejo retrovisor que nos permita ver si lo que fuimos dejando atrás, acaso no fue creando la huella de esa agua turbia, que parece propiciar esa metálica armadura, esa dura coraza que creamos con esos resentimientos. 

Es también probable que la forma como nos vayamos adaptando al influjo de estas penosas susceptibilidades, sea lo que nos vaya manteniendo jóvenes o nos vaya convirtiendo irremisiblemente en viejos. Y esta forma de envejecer, intuyo que ha de ser más determinante que el simple paso de los años, porque habremos permitido que nuestros cuerpos, y especialmente nuestros rostros, vayan exhibiendo la impronta lamentable, la arrugada huella de nuestro sufrimiento. Sí, porque el resentimiento, en la mayoría de los casos, es una herida auto infligida, un disparo en el propio pie que nos damos nosotros mismos, una llaga dolorosa que nos la otorgamos sin esfuerzo, un flechazo venenoso que nos damos modos para apuntarlo y clavarlo en nuestro propio trasero! 

Cuando yo era todavía muchacho conocí a un artista plástico que encontraba la fuente de su inspiración en el percudido velo del resentimiento. Algo en él exudaba un escondido y subyacente rencor con el pasado y con esa misma sociedad que admiraba e incluso propiciaba sus pictóricos aciertos. El dio en llamar “La edad de la ira” a esa etapa de su creación artística. Hacia el mismo tiempo, un escritor entregaba una obra cuyo título era algo así como “Entre la ira y la esperanza”. De pronto, me he puesto a meditar en lo disímil que sería el mundo, en lo diferente que pasaría a ser nuestra relación con nuestros vecinos, en lo hermosa y más rica que sería la vida con quienes queremos; en suma, en lo mucho más feliz y llevadera que podría ser nuestra propia existencia, si en lugar de vivir atorados en el pantano del resentimiento, olvidáramos las supuestas injurias ajenas, y diéramos paso al perdón y a la reconciliación! 

Shanghai, 24 de abril de 2011


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