16 abril 2011

Linyera soy…

Ahí estaba la fotografía; confundida entre aquellos extraviados álbumes que habían arrimado a unos soslayados textos. Ahí posaban los que serían mis únicos compañeros en esos tres primeros años de primaria; allí estaban los Hidalgo, los Cano y los Endara; los Guerra, los Rodríguez, los Dumet; los Solano, los Montero; en fin, tantos y tantos otros que me es preciso mirar de nuevo el retrato para solo así adivinar su nombre y precisar su frágil recuerdo. A muchos nunca más los volví a ver desde cuando se terminó la escuela; a algunos quizás por una sola vez y eso siempre por muy corto tiempo… Yo mismo salgo un poco de la uniformidad de imagen en la toma, quizás por mi inveterada costumbre de ladear el rostro, justo en el instante mismo que habrían de perennizar el recuerdo. No logro advertir la intención de mi gesto; si es que no estoy atento a que se produzca la acción que consigue esa instantánea o quizás si trato de descubrir algo que esconde el autor del retrato, detrás de la cámara que usa en ese conservado momento…

Pero hay algo impersonal y medio escondido que despierta mi memoria; y es esa tarima escalonada en donde me hacían posar junto a mis otros compañeros. Es el mismo implemento, que hace de grada inclinada, donde nos ubicaban para que aprendiéramos unas pocas canciones en las primeras clases de música que nos dieron. Era la misma grada de armazón metálico a la que nos llevaban a cantar en el proscenio del “salón de actos”, cuando tomados de las manos, subíamos por las escaleras de ese oscuro rincón del patio inferior que lindaba con la cocina de la casa de clausura y el llamado refectorio que había en la planta baja del colegio.

Parados ahí, frente al piano que era tocado por una señorita entrada en años de apellido Cascante o Pesantez (o algún otro apellido parecido, que ahora ya no me viene al recuerdo), nos obligaban a aprender la letra de lo que sería la más temprana canción que nos enseñarían en ese primer grado de mis recuerdos:

El céfiro es el viento que flota en el jardín,
con alas ligeras como las de un serafín.
Se posa en mis sienes cansado de volar;
el mal “ailotemo” (sic) me va a contagiar…

Más tarde descubrí que la melodía correspondía a una tonada popular mejicana, que su nombre real era “La paloma”, cuya letra original había sido alterada por la veterana maestra. Cuando por fin aprendí el significado de términos como “serafín” y “céfiro”, en cambio nunca pude descubrir el de aquella extraña palabra, inexistente en los diccionarios que consulté, la inexplicable de “ailotemo”… ¿Querría la viejecita decir algo así como “aire malsano” o quizás algo similar a esto? Es probable que me quede para siempre con la incómoda sospecha que ésa era solo una modificación inventada por ella, transformando de este modo, y sin necesidad, la original y auténtica intención del primer texto.

Tres años más tarde, habría de entrar en el aula de cuarto grado de escuela el hermano Carlos, el encargado del coro del colegio; era para pedirnos que, de uno en uno, cantásemos la primera estrofa del himno nacional. Luego de frecuentes risotadas, donde no se sabía que era más ignominioso, si cantar con destemplado tono o no saberse la letra de ese símbolo patrio; escogió un total de tres alumnos para que conformáramos el coro del colegio. Ser miembro de ese conjunto era algo así como un honor; era, por lo menos, una privilegiada patente que concedía pasaporte y pretexto para quedarse jugando hasta mucho más tarde en los patios del colegio... Así habría de volver a utilizar otra vez aquellas inolvidables gradas; solo que esta vez para objetivos más reservados y selectos.

El coro constituía una tarea extracurricular; se conducían los ensayos en una diminuta aula ubicada junto a los claustros de los hermanos que no fungían como maestros. Había allí un piano de cola vertical. Había tambien ocho largas bancas altas, capaces de instalar a cinco alumnos en cada una, que se habían colocado en doble columna para acomodar a los integrantes de este elenco musical. Los de la primera voz éramos los menores y más pequeños; al lado se había ubicado a los de la segunda voz, que venían de los grados quintos y sextos. Los tenores y los bajos se colocaban en la parte de atrás y estaban integrados por miembros de la secundaria. Fueron dos o tres canciones las primeras que habríamos de interpretar. Así, nuestra inmediata tarea fue la de copiar las letras anotadas en el pizarrón, para luego memorizarlas en el más corto tiempo.

Fueron solo tangos las primeras canciones. Así habría de aprender letras como la de “Adiós muchachos” y la de “La cumparsita”; pero sería solo con “La canción del linyera” que habría de aprender unos estribillos, cuyo significado entonces lo intuía, pero que no lo habría de entender con propiedad sino luego de pasado el tiempo:

Cuando se asoma alegre el sol,
sobre los campos del talar,
junto a las vías, van los linyeras.

Llevando como el caracol,
la casa a cuestas y al azar,

van los gitanos, todos los días.

Cuando se asoma alegre el sol,
sobre los campos del talar,

van los linyeras todos los días.

Y al pasar… y al pasar…

se oye a un peón, a un peón, 

entonar, entonar, esta canción…


Linyera soy, corro el mundo y no sé donde voy;

Linyera soy, lo que gano lo gasto, o lo doy!

No sé llorar, ni en la vida deseo triunfar.

No tengo norte, no tengo guía, para mí todo es igual!

Solo muy tarde me encontré con que “linyera” quería decir vagabundo, errante u holgazán en “argentino” (“wanderer” se dice en inglés, que es el otro nombre que se usa para distinguir a los planetas, que deambulan por el cielo); o lo que es lo mismo: trotamundo, nómada o viajero. Por eso me he preguntado si aquel ya casi olvidado aprendizaje no fue una circunstancia premonitoria… Así es como me he ido dando cuenta que, sin querer, había escogido de joven el muy gitano oficio de “linyera”; y que aunque “corro el mundo y no sé a donde voy”; que muchas veces siento que “no tengo norte, ni tengo guía”; que “para mí todo es igual”; y que “lo que gano, lo gasto o lo doy”… en cambio, cómo podría proclamar nunca aquello de que “no sé llorar"?

Desde hace un par de años he escogido el cibernético distintivo de comunicación que me identifica como “alvagabundo”; y hoy mismo que he escuchado, otra vez y a los tiempos, aquella sensible tonada de Antonio Tormo, me he dejado llevar nuevamente por la nostalgia y me he dado cuenta que, aunque nunca fui un verdadero vagabundo, nunca he dejado tampoco de ser “un auténtico linyera”; pero, uno que, a diferencia de los de la canción, “siempre supo llorar”; uno que a menudo se dejó atropellar por ese torrente avasallador que suelen tener los ambulantes sentimientos!

Sí, linyera soy!

Sydney, 16 de abril de 2011
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