26 abril 2011

Eso de las peras “al hombro”…

Ese fue el primer libro de “pasta” o carátula dura que tuve alguna vez. Tenía la misma estructura que esos cuadernos cuadriculados, que un lego octogenario y malhumorado nos vendía en la procura; los llamábamos cartapacios y en ellos nos hubiera dado lástima cometer borrones o escribir sin prolijidad. Fue aquel libro nuestro texto principal en segundo año de primaria. El titulo en su portada denunciaba, no sin cierto pleonasmo, su pedagógico propósito. A este “Libro de lectura”, habría de recordar en mi vida como el primer y más antiguo compendio de moralejas y refranes que habría yo de encontrar. De hecho, ese fue un texto que lo devoré en pocas horas; y para cuando los demás compañeros lo estaban recién explorando, yo ya reempezaba su lectura por otra vez adicional!

Era más bien una presentación sumaria de máximas y aforismos; una con la que quienes nos educaban, buscaban cumplir con un doble objetivo: el aprendizaje correcto de la práctica de lectura y la asimilación de aquellos valores éticos que se afianzaban con los mensajes escritos en sus páginas. Allí se presentaban cortas y muy aleccionadoras historias, antecedidas siempre por un refrán castellano, a manera de introducción. Exhibían un somero dibujo con el que se subrayaba el tema de la lectura. No podría olvidar, por ejemplo, la imagen de un ambicioso jovenzuelo, tratando de empuñar un excesivo número de golosinas introducidas en una vasija de cristal, descubriendo con encolerizado enojo que no podía retirar del recipiente ni su mano, ni tampoco los ingratos caramelos. “Quien mucho abarca, poco aprieta” pudo haber sido la sentencia utilizada para expresar el predicamento en el que se había precipitado el avaricioso chaval.

Sí, ese fue nuestro texto de lectura, pero bien pudieron haberlo llamado “El libro de las sentencias”. Ahí debo haber encontrado muchos aforismos por primera vez, y debo haber meditado y gozado con esas gráficas moralejas. Ahí, una tras otra, estaban esas expresiones orales que cautivaban por su sabiduría, por su gracia coloquial y por la fuerza natural de sus advertencias: “A Dios rogando y con el mazo dando”; “Donde las dan las toman”; “Cada ladrón juzga por su condición”; “En casa de herrero, cuchillo de palo”; “A caballo regalado no se le miran los dientes”; “El perro del hortelano, no come ni deja comer”; “Cría cuervos y te sacarán los ojos”; “Más vale pájaro en mano que cien volando”; “No por mucho madrugar amanece más temprano”; “A quien madruga Dios le ayuda”; “Tanto va el cántaro al agua que al fin se rompe”… Ahí estarían también los refranes que condenaban las apariencias: “No todo lo que brilla es oro”; “Aunque la mona se vista de seda, mona queda”; o “El hábito no hace al monje”. Y allí estarían también otros aún más filosóficos como: “A mal tiempo buena cara”, “Muerto el perro, se acabó la rabia”, o “Despacio, despacio, que tengo prisa”…

Años más tarde descubrí un maravilloso libro de aforismos y máximas; contenía profundas y contundentes sentencias; muchas que jamás las había escuchado antes en mi vida. Era un libro acerca de las aventuras de un hombre a quien la lectura y el amor le habían hecho perder el juicio; esa novela me habría de revelar los ocultos y deliciosos tesoros que se pueden encontrar en la costumbre de leer. Uno en que un hombre humilde utiliza refranes sin que vengan a cuento; y en el que muchas veces dice asuntos tan enjundiosos y sabios sin habérselo propuesto! Las láminas ilustraban a dos personajes: el uno alto y enjuto, y el otro obeso, desarreglado y pequeño. Se trataba de “Don Quijote de la Mancha”; un libro que, no solo por su estilo y estructura, sino sobre todo por los soliloquios y diálogos de Sancho en su segunda parte, se ha convertido, en la más hermosa e influyente obra que se ha escrito en nuestra lengua.

Esto sucedió en el último grado de primaria, cuando también me tocó en suerte sentarme junto a un condiscípulo que probablemente había madurado antes que el resto de sus compañeros. Tengo la secreta sospecha que no estaba muy interesado en las clases que entonces nos impartían. Para sobrellevar él su tedio, se dedicaba a dibujar sorprendentes caricaturas de ciertas personalidades. Eran increíbles representaciones, donde él, con breves y mágicos trazos, distorsionaba un gesto o un rasgo físico para amplificar con dicha exageración el carácter de sus personajes. Así descubrí la facilidad que tienen ciertas personas para detectar lo que más caracteriza a ciertos rostros y lo que nos diferencia de los demás mortales.

Pero fue años más tarde que compartí la cabina de mando con un compañero aviador de arrugas generosas y exiguas caderas, que había aprendido por su cuenta el sorprendente oficio de caricaturizar los refranes. Los suyos, más que refranes eran “dichos”, carentes de malicia, pero expresados con tal agudeza y ocurrencia que convertían la conversación en un deleitable coloquio. Intuyo que su propensión debe haberla adquirido de tanto convivir con otros ocurridos aviadores; pero tal era su hábito por insistir en su repetición, que en él dicha costumbre habría cobrado la fuerza de un precepto. “Como decía mi abuela…” era la forma como empezaban sus sabrosos comentarios; o bien: “ Me compro un circo y me crecen los enanos”; o si no: “Me caigo de espaldas y me rompo la punta de la nariz”. O su infaltable: “Le quedó el c… convertido en escapulario”!

Pero, fue en una bulliciosa y oscura discoteca donde conocí una noche a una jovencita pletórica de humor y simpatía, a quien tan pronto como al día siguiente le propuse que se convirtiera en mi mujer. Tenía la rara costumbre de “reeditar” los aforismos castellanos y decía frases que me obligaban a revisar si lo que aprendí en ese segundo grado de escuela, acaso no había leído o entendido mal. Ella que también adquirió la fastidiosa costumbre de lanzarme la admonición de sus advertencias cuando conversábamos con amigos; se llevaba entonces el índice hacia uno de sus párpados inferiores y mirándome de soslayo repetía: “Porque el uno me falla, pero el otro no!”. Qué le voy a hacer; usando una frase de su particular cosecha debería repetir: “No hay que pedirle peras al hombro”…!

Amsterdam, 26 de abril de 2011
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