20 abril 2011

Escribidores, escribanos y escribientes

Creo que esa fue la primera vez que me concedían un préstamo prendario o que me descontaban una letra de cambio. Cuando me participaron de su aprobación, me pidieron que me acerque a donde el “pendolista”; fue la primera vez que habría de escuchar el curioso término. Y creo que, desde entonces, no lo volví nunca más a escuchar. Al principio me pareció que yo no había escuchado bien; quizás lo que habían dicho era prestamista; o, quién sabe, quizás habían utilizado un adjetivo parecido a “violinista” que identificaba al encargado de elaborar los cheques con los que se consolidaban los créditos en esa institución financiera.

Pero no! Lo que dijeron fue pendolista y eso mismo era lo que habían querido decir; estaban utilizando una palabra propia y castiza para definir a quien, siendo poseedor de una caligrafía de excepción, había sido contratado para “dibujar” el texto en los cheques en la sociedad financiera Jaramillo Arteaga. Así es como aprendí, entre solicitudes de crédito y concesiones de préstamos, que el señor “pendolista” era el encargado de escribir en los cheques con su puño y letra. Pero esta posición de calígrafo no podía ser ocupada por un individuo cualquiera; para merecer esa designación, había que haberse caracterizado por poseer una letra identificada por una inclinación uniforme, unos trazos de delicada acentuación y una perfecta simetría. En otras palabras, para conseguir el distinguido oficio de escribiente era indispensable haberse destacado como alumno “de buena letra” en las escuelas de los hermanos cristianos.

Así el escribiente, a diferencia del escribano, era la persona que, por los méritos de su excelente caligrafía, había sido designado para el meticuloso oficio de escribir con elegancia. Ser “escribano”, mientras tanto, era un asunto bastante diferente, era el oficio de carácter jurídico y legal que se había encargado a una persona para que efectuase el registro de escrituras y otros documentos de carácter público. Ambas actividades nada tenían que ver con el prestigioso oficio de quienes habían dedicado su vida a escribir artículos, documentos y otros tipos de obras con temas reales o ficticios para expresar sus opiniones o fantasías. A quienes se entregaban a este último oficio se debía considerar como “escritores”. Estos eran considerados literatos; es decir, eran individuos, dedicados a "las letras", caracterizados por poseer una importante cuota de intelectualidad, buen estilo y creatividad.

Quien no utilizaba su propia iniciativa para escribir y quien no creaba con su propia imaginación, podía ser considerado como un escribiente, o inclusive como un simple escribidor (un mal escritor) pero no podía ser llamado escritor; de ninguna manera y en ningún caso. Además, el título de escritor no era algo que se obtenía por resolución propia, ni era algo así como una patente que se adquiría por decisión independiente. Porque para llegar a ser llamado así, se requería del reconocimiento de los demás mortales. Si la tarea se limitaba a la copia de textos o documentos, el actor quedaba circunscrito al oficio de escribiente o de copista; si el mérito aparente consistía en la elaboración de dichos textos y documentos con el aporte de una buena letra, el término distintivo era entonces el de calígrafo o pendolista. Ahora bien, si el esfuerzo carecía de calidad literaria y caía en el oprobioso terreno de la mediocridad, solo podía accederse al insultante e ignominioso calificativo de escribidor. Este último término, sin embargo, nada tenía que ver con el de “escriba”, que es como en la antigüedad bíblica se conoció al copista o amanuense; y que, además, es como se llamaba a quienes ejercían la condición de doctores o intérpretes de la ley mosaica entre los hebreos.

Por todo esto, no estoy muy seguro de cuál fue la intención de Mario Vargas Llosa, en su novela “La tía Julia y el escribidor”, en la que uno de sus principales protagonistas ejerce el oficio de “escribidor” de radionovelas. Si el término fue utilizado para distinguir al autor de un género, el de la cursi novela radiofónica (en la que siempre se ha considerado que no existe verdadera literatura), o si la intención habría sido la de considerar a dicho ejercicio como identificado con el de los malos escritores. Quedaría por definirse en qué consiste esto de ser “un buen escritor”. ¿Qué pasa con los que tienen que acudir a la copia de otros textos o instrumentos para respaldar, enriquecer o sustentar sus propios escritos en los que desarrollan sus tramas y argumentos? ¿Qué es lo que se requiere para lograr el reconocimiento a la estética y a la creatividad? ¿Qué permite la consideración objetiva de la crítica para que alguien sea llamado “un buen escritor”?

Hace pocos meses, alguien a quien aprecio me comentó, no sin cierto desparpajo, que había dejado sus anteriores actividades, porque ahora era ya “un escritor”. Entonces me pregunté, si esto de auto considerarse un escritor, acaso es igual al título que se obtiene por haber cursado los estudios exigidos para una disciplina específica? O debería ser, más bien, la respuesta de unos lectores que aprecian los méritos y el esfuerzo de alguien para hacerlo merecedor a tal nominación?

Me temo que hay unos requisitos indispensables que condicionan la identidad del escritor. Entre otros estarían la elegancia del estilo, el aporte intelectual, la originalidad de su fuente de creatividad, su perseverancia puesta al servicio de su oficio, el cuidado para poner estos instrumentos en beneficio de la condición humana; en fin, tantas cualidades y virtudes que alejan al buen escritor del mero copiador de documentos, o de quien carece de creatividad y se muestra huérfano de elementos que propicien con sus letras el deleite y la inspiración ajena.

Meditaciones todas estas, a las que llevan palabras similares, pero distintas, a la que identifica a quien ejerce el maravilloso oficio del verdadero escritor…

Sobre el lago Baikal, Rusia, abril 20 de 2011
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario