28 abril 2011

Los aucas! Los aucas!

Ahí estaba ya mi hermano “Mullito”, parado en la plataforma de césped de la pista del destacamento de Tiputini, esperando que yo bajara las pocas gradas de la escalerilla improvisada del avión. El y mi tío habían venido a recibirme para llevarme al campamento donde nos íbamos a instalar. Tratábase de un recinto militar ubicado frente al río Napo; en él no había más de veinte manzanas, su diseño obedecía al trazo característico de dado cuadrado. Eran aposentos de madera con mosquiteros en las ventanas, y con cubiertas de paja que ayudaban a sus ocasionales ocupantes a protegerse de los persistentes aguaceros de la selva y a refrescarse cuando el calor y la humedad llegaban a sus índices más altos. 

Allá habían trasladado al tío Estuardo en su primera asignación de selva desde que lo habían asimilado al ejército ecuatoriano. Tenía él entonces el grado de teniente, pero era en realidad un oficial de servicios. Ya graduado de dentista había optado por una carrera adicional, la de la vida “castrense”, la de quienes viven en campamentos o en fortificaciones, o sea en “castros”… Ahí, en la base, no se hablaba del comedor o del restaurante, porque a ese sitio se lo llamaba “casino”; los oficiales no iban a comer, sino que se reunían para “el rancho”; ellos no esperaban sus sueldos, sino la llegada de “las subsistencias”; no iban de tarea, sino de “misión”. Cuando los castigaban con un arresto era que los habían puesto “a la relación”; a los subalternos que no eran oficiales los llamaban “clases”. Allí para todo se empleaban términos con significados distintos; como unidad, baja, batería y objetivo… Ahí se hablaba una jerga distinta, un lenguaje inventado! 

Pocos días más tarde habría de llegar un flamante contingente de oficiales para reforzar al exiguo destacamento. Fue cuando nuestro familiar vino a advertirnos que se estaba preparando un rito tradicional de bienvenida, un simulacro de ataque indígena, que producía terror y espanto en los forasteros; y, por lo mismo, incontenible goce y alegre hilaridad en quienes fungían de malvados conspiradores. Era un concertado sainete, realizado en medio de la selva amazónica, tierra de los reductores de cabezas y de aquellos indios sanguinarios, los aucas, que era como la gente llamaba a los primitivos “huaoranis”. 

Llegó la noche del intempestivo y sorprendente ataque. Y, a pesar de aquel enunciado de que “guerra avisada no mata gente”, nosotros, que estábamos ya “inteligenciados” de la travesura que se había urdido por parte de los confabulados, terminamos contagiados por la pavorosa experiencia. Cuando irrumpieron en el casino esos semidesnudos conscriptos disfrazados de aborígenes furiosos y amenazantes, un súbito pánico contagió a los presentes; que corrieron a protegerse; se escondieron detrás de los muebles o estuvieron a punto de correr despavoridos para lanzarse al río. Un nervioso griterío, “los aucas, los aucas”, emitían los asustados oficiales, quienes solo pocas horas antes se habían presentado a “su” nuevo comandante. En cuanto a nosotros, niños todavía de diez y doce años, comprobábamos que la representación habría resultado incruenta y anticipada, pero no por su comicidad, menos espectacular e impresionante! 

Años más tarde, y ya convertido en piloto, tuve que pernoctar con otras tripulaciones en Curaray debido al mal tiempo que afectaba a Pastaza. En esa ocasión fuimos invitados a alojarnos en el campamento militar. Poco antes de la cena, se presentó un “clase” en el casino para reportar un fugaz ataque que habría sido efectuado por un grupo de aucas, aunque sin bajas por lamentarse… Como yo ya estaba en sobre aviso, debido a mi anterior experiencia, solo tuve que esconder una mueca de complicidad… Cuando otro sargento vino a informar que al “personal de Clase Seis” se lo había encontrado contagiado, no solo que recordé a “Pantaleón y las visitadoras”, la novela de Vargas Llosa, sino que no pude dejar de observar los ojos de angustia de mis asustados compañeros de pernocta, y comunicar con una sonrisa socarrona a los generosos anfitriones de mi familiaridad con las simuladas y pretendidas advertencias. 

Lo que vino fue espeluznante y demencial. Estos nuevos “aucas” se habían preparado aún mas profesionalmente; no hay duda que se las sabían completas! El pánico producido en los huéspedes, solo pudo competir con el demoníaco disfrute posterior de los oficiales y demás elementos complotados. En cuanto a quienes habían optado por usar los servicios de la Clase Seis… ellos prefirieron un chequeo profiláctico posterior, para evitar venéreas complicaciones… 

Poco tiempo después, cuando volaba el “Twin Otter” en la operación de Anglo, una cuadrilla, que abría una trocha en el norte del campamento del Curaray, me informó que una tribu de aucas estaría desbrozando la selva y preparando lo que parecia ser una pista de aterrizaje. Al despegar del campamento, opté por apartarme de la ruta, solo para comprobar que, para mi atónita sorpresa, los aborígenes habian preparado lo que en efecto era un campo para que vinieran a visitarles! Estaba con el avión vacío esa tarde, no habia viento y sabía que las caracteristicas de mi avioncito eran favorables; estuve a punto, dos o tres veces, de “tocar ruedas”; pero, una y otra vez, desistí de mi inicial propósito; no solo por el riesgo de la maniobra y por el carácter de su ilegítima accion, sino por la imprevisible reacción de los indigenas y sus no muy claras intenciones… 

Esa tarde estuve a punto de seguir las huellas de un inolvidable amigo aviador que un buen día, cerca de la frontera, había utilizado la cancha de futbol de un pueblito, convirtiéndola e inaugurándola como pista de aterrizaje! Con él fui a volar en su empresa un día; fue cuando al apagar un motor saliendo de Ambato, para observar el desempeño del avión, y comprobar que no lograba sustentarse, le pregunté que qué haríamos si eso sucediera en la realidad. Su respuesta fue muy tranquilizante: “No te preocupes, me dijo, la Virgencita no ha de querer!”… 

Shanghai, 28 de abril de 2011


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