01 mayo 2011

Y, colorín, colorado…

Sí, colorín colorado, que esos cuentos ya se me han terminado! Y es que, como ya les había anticipado, había dejado el resto de las “50 Historias” de Jorge Ortiz, para leerlas y saborearlas un poco más tarde, con un poco más de tiempo libre y también de tranquilidad. Y, como dicen que lo ofrecido es deuda, he aprovechado una fortuita e imprevista alteración en mis destinos de itinerario, para disfrutar y concluir mi lectura de esos “cuentos para niños mayores” que es lo que son esos relatos. Creo que hoy más que nunca, se hace imperativo que los hombres sigamos leyendo historias que, como éstas, se convierten en verdaderos cuentos; aunque en muchos casos, nos lleven a un final marcado por el suspenso; o mucho peor todavía: que aquellos cuentos no nos entreguen un final feliz.

Los hombres no podemos dejar de escuchar historias. De niños, quienes tuvimos suerte, gozábamos con los cien veces repetidos episodios que nos contaban una y otra vez; y que sabíamos desde el principio que tendrían siempre un mismo final. ¿Cuántas veces habremos pedido que nos relaten el mismo cuento? ¿Cuántas veces soñaríamos despiertos hasta que nos habríamos quedado dormidos; solo para, ya dormidos, entrar a un mundo privado y fascinante, que solo unas horas más tarde ya lo habríamos de olvidar? Quizás por esto, los hombres seguimos necesitando que alguien nos “cuente cuentos”; y, no importa cuál sea nuestra edad, estos nos han de volver a convertir en niños, otra vez más. Ya lo dijo Lewis Carroll: “no somos más que niños pequeños que no quieren ir a acostarse”…

Lo que pasa es que ahora ya no se trata de historietas reducidas; ya no se trata de los cuentos de Caperucita Roja, o de Blanca Nieves; ni siquiera los de Robinson Crusoe, Alí Babá y los Cuarenta Ladrones, o Simbad el Marino. Hoy son cuentos más extensos, aunque igual de fascinantes, que cuando se los empieza a leer, más bien terminan interrumpiéndonos el sueño y ya no los podemos dejar a un lado. Ahí están El Túnel de Sábato, La Metamorfosis de Kafka, La Tregua de Benedetti, El Perfume de Suskind: cuentos para niños que no quieren todavía dejar de serlo, cuentos que no nos cansamos de releerlos, y que al verlos en los estantes de nuestros libreros, siempre nos estamos prometiendo que los vamos a releer una nueva vez, como presintiendo que la próxima vez tendrán un diferente final.

Recuerdo cuando leí El Perfume por primera vez y que caí en cuenta, cuando ya acababa su lectura, que no era un cuento cualquiera, que se trataba realmente de una parábola; y al descubrirlo, solo cuando ya terminaba de leer esa apasionante alegoría, comprendí que se había tratado de una metáfora, de una enseñanza moral. Tuve entonces que volver al principio, como redescubriendo los escondidos meandros de un laberinto, ya en posesión del mapa que me permitiría explorarlo.

Si hay algo de fascinante y beneficioso en la revisión de la historia, es justamente la posibilidad de mirar al pasado y de aprender de los acontecimientos que antes sucedieron a la humanidad para aprovechar así de la experiencia, muchas veces dolorosa y lacerante, de los demás. A veces ni siquiera hace falta regresar a ver, aun consolados por la idea que no habremos de terminar convertidos en estatuas de sal. Solo se necesitaría salir de nuestros cómodos espacios, para abandonando nuestros egoísmos, apreciar - o por lo menos tratar de interpretar – lo que le está pasando al mundo, lo que parecería que les está sucediendo a los demás.

Revisando “Cincuenta historias” (más me hubiera gustado “Cincuenta”, así, con letras y no con las cifras digitales) me ha resultado sorprendente comprobar tres asuntos independientes. El primero es la circunstancia de como unos pocos artículos que tienen una temática y una entidad propias, que fueron publicados en forma independiente en una revista a través de muchos años, y que fueron presentados a un grupo restringido de lectores, puedan de pronto aglutinarse y compendiarse de una manera tan estructurada, cual si la intención inicial del autor hubiera sido, desde el principio, la de enhebrar un documento textual, en el cual sus diferentes partes formarían parte de un concepto o de un tópico global.

Mi segunda comprobación es quizás más subjetiva: consiste en el personal reconocimiento que cuando leemos capítulos cortos e independientes, los libros nos dan tiempo para la meditación, la reflexión y la valoración; nos permiten, más allá de apreciar los datos de interés, evaluar si la moraleja de esas historias puede, de alguna manera, ser aplicada a nuestras vidas y, por sobre todo, a la contradictoria vida de nuestra colectividad. Esto para, además, hacer la digresión de lo fácil y entretenida que resulta la lectura cuando podemos seguirla a nuestro propio ritmo, y reempezar con nuestro deleite y disfrute, haciendo las pausas que se acomoden de mejor manera a nuestro tiempo libre y disponibilidad. En otras palabras: cuando el autor nos ofrece un sendero, la decisión que tomemos de cómo queremos explorarlo y de qué ritmo escogeremos para hacerlo, ha de ser ya cuestión de nuestro propio albedrío y de nuestra disponibilidad personal.

Mi tercera reflexión apunta más bien a mi ya íntimo convencimiento, a esa inútil persuasión, de que cuando nos alejamos de nuestra tierra por mucho tiempo, por fuerza nos privamos de aprovechar múltiples vivencias y acontecimientos, como hubiese sido la oportuna lectura de esas separadas historias, que alguien, a quien aprecio, se habría dado el gusto (algunos le llamarán, con razón, el esfuerzo) de pasárnoslas a nosotros para ilustrarnos y para que las pudiéramos disfrutar.

Y colorín, colorado, que estos cuentos se han acabado!

Zandvoort, Holanda, 1 de mayo de 2011
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