26 mayo 2011

Aurea mediocritas

Han pasado cien años desde que un joven médico argentino, que había nacido en Italia bajo el nombre de Giuseppe Ingegneri, publicara una obra, a la que intituló “El hombre mediocre”. Sus ideas habrían de ejercer un importante influjo en el idealismo del siglo pasado; vale decir en la educación, mentalidad y pensamiento social de nuestros padres y de nuestros abuelos. Yo lo leí desde muy joven y me permití, con alguna frecuencia, glosar y mencionar algunas de sus frases en el ánimo de respaldar mis ideas y, quizás también, de enriquecer mis ocasionales presentaciones. La idea central de su pensamiento era la de que el porvenir se consigue con una actitud juvenil de disponibilidad y de permanente renovación.

Una mañana en una arenga que efectué en cuarto curso de colegio, mencioné a José Ingenieros. Fue cuando uno de mis profesores, un brillante educador cubano de talante sentencioso, y de quien siempre me enorgulleceré de haber sido uno de sus discípulos, me desautorizó reprendiendo mi entusiasmo. “Cuando leí El Hombre Mediocre”, me espetó con el escalpelo de su ironía, “descubrí que el más mediocre de los hombres había sido José Ingenieros!”. Nunca supe la razón para su extraña ojeriza; por lo que siguiendo la invitación del propio escritor, tomé la decisión de insistir en mis convicciones y de pensar por mí mismo. Por ello, más tarde, me fue grato encontrar su nombre en las referencias de Ortega y Gasset; e inclusive en las interesantes disquisiciones humanísticas y políticas de quien fuera, por varias ocasiones, nuestro persistente presidente.

Este galeno convertido en filósofo clasificaba a los hombres en tres categorías: el inferior, el mediocre y el superior o idealista. Estaba persuadido que al hombre superior se lo distingue por su imaginación y por el mérito de haber escogido nobles ideales. El idealista es contrario a los dogmas sociales y morales, es un hombre incisivo y soñador. No es un ser acomodaticio como el hombre mediocre. El hombre idealista no se adocena, no se guía por intereses o conveniencias; se sabe llamado a cuestionar la tradición. El hombre mediocre, mientras tanto, sigue al grupo y al criterio de la mayoría; obedece a sus intereses particulares y conveniencias, convirtiéndose en cómplice de mantener las cosas cómo están. Por ello, él se transforma en antagonista del superior e idealista y, sintiéndose amenazado, opta por su escarnio y destrucción. En resumen: éste es identificado por su cómoda concupiscencia, el otro por la nobleza del ideal.

Pero… cómo diferenciar los valores de los intereses? Cómo despreciar el interés propio si éste va de la mano del comunitario ideal? Además, “mediocre” no quiere necesariamente decir algo malo; semánticamente quiere decir “ni bueno, ni malo”, es decir, implica que se encuentra en la mitad… ¿No eran el “camino intermedio” de Confucio, y el “aurea mediocritas” o el “dorado justo medio” de Aristóteles, los ideales humanos de moderación que ya nos proponían los maestros clásicos de la antigüedad? O, es que se trataría de dos conceptos distintos y sin relación; y que la mediocridad no tendría parentesco con la moderación, sino solo con la contradicción del ideal? En suma: ¿se puede propender al balance, la armonía y el equilibrio si se opta por no cuestionar nada, ni a nadie; si se prefiere ser parte del rebaño; y no se lucha ni se tiende a las transformaciones que propenden a conseguir el porvenir de la sociedad?

Está claro! Aristóteles, Maimónides y Tomás Aquino hablaron solo de evitar los excesos, de buscar un camino de moderación. Su propuesta fue la de que todo extremo es malo y de que todo es posible si se lo hace con mesura. Lo malo es que la naturaleza humana es siempre subjetiva y no se ha puesto todavía de acuerdo en cuanto a qué significa exceso; y si no se han determinado esos límites, es imposible determinar donde está ese punto intermedio que define a la moderación. Lo que para el vecino es excesivo puede parecerme insuficiente; lo que para unos significa carencia a otros les produce plenitud y satisfacción!

Una tarde llegó muy contento uno de mis hijos al regresar de la escuela; era que le habían contado ese secreto permisivo de los filósofos griegos, aquello de que “cualquier cosa” estaba permitida, siempre y cuando se lo haga con moderación. Aceptando el silogismo (o si se prefiere, el sofisma) ahora le estaba permitido inclusive “portarse mal”, con tal de hacerlo con moderación! En teoría parecía un argumento de lógica cartesiana; pero, bien visto, se merecía una rápida negación. Y es que “portarse mal” ya era un exceso en sí mismo! No cabía una moderación en el lado de su negación…

Hace pocos días, la vida nos ha llevado a tratar nuevamente el mismo tema… Asuntos de comportamiento nos han invitado a reflexionar en esto del justo medio, del disfrute de los asuntos de la vida sin extravagancia; con sobriedad, mesura y ponderación. Hemos caído en cuenta que cuando hay que hacer las cosas “con medida” se necesita justamente de un instrumento para efectuar dicha “medición”. Si hemos de honrar el ideal y no nos hemos de dejar dominar por la masa, si queremos eliminar los extremos, no nos queda más que encontrar ese esquivo artilugio o herramienta que nos ayudará en nuestra intención…

No hace falta ya consultar a los filósofos griegos o a los padres de la iglesia; es fácil reconocer que ese mecanismo de medición se llama “respeto”. Es éste, la verdadera “cinta métrica” de la moderación y, por lo mismo, de la armonía en nuestras relaciones. Respeto a uno mismo, respeto a los valores y respeto a lo que pertenece a los demás. No se puede pasar el semáforo en rojo, siempre y cuando “solo haya sido un poquito”. Sería como decir de una persona que está “solo un poquito embarazada”… No! La moderación es solo válida cuando se está todavía en el sendero del equilibrio y de la armonía. En el camino de la mitad!

Shanghai, 27 de mayo de 2011
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