02 mayo 2011

Después del fin...

“...y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida.” Ernesto Sábato, El túnel.

Hay túneles que son eso, espacios cerrados, socavones oscuros que nos aíslan, lugares en los que nos vamos tropezando con nuestras inseguridades, sospechas y aparentes descubrimientos, como sucede con el imaginario mundo de los celos; pero los túneles pueden, a su vez, convertirse en puentes que nos lleven hacia otros descubrimientos, hacia otras revelaciones; puentes que se convierten en puertas de acceso, que nos permiten descubrir esa condición compartida que es la empatía, esa identidad mental y afectiva que nos permite reconocer, interpretar y comprender el estado de ánimo de quienes conocemos o están al lado nuestro…

Hay historias, llámense novelas, relatos o cuentos, que no solo nos transmiten unos episodios o nos narran unos acontecimientos; sino que, además, tienen la especial virtud de hacernos interpretar las sensaciones, los estados de ánimo de sus actores, que nos permiten identificarnos con sus razones, con sus angustias y temores, que nos hacen participar de sus sospechas y colaborar con sus presunciones, anhelar con ellos sus próximos e inéditos descubrimientos. Eso debe haberme ocurrido cuando leí por primera vez ese cuento largo que es "El túnel", en el que un pintor celoso y enamorado cuenta la historia de su perdición, la del solitario y angustioso mundo de sus contradictorios sentimientos. Aun así, y quizás precisamente por eso, sea que resulte tan difícil no identificarse con las meditaciones del protagonista.

- "Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona". El túnel.

Ya había leído “Sobre héroes y tumbas” y “Abaddón, el exterminador” cuando cayó en mis manos esa novelita corta que es “El túnel”, cuya lectura fue para mí, por esos años, toda una epifanía, un descubrimiento que me llevó a advertir cómo ciertas narraciones no solo nos comentan una trama y unos episodios, sino que pueden transmitir la psicología de quien nos cuenta y los estados del alma de alguien más. Porque con la historia de Sábato, uno participa de las sospechas y justificaciones del protagonista, y procura identificarse con sus desesperanzas, sus desencuentros y sus utopías; porque eso es la vida: un túnel que solo logra convertirse en puente cuando trascendemos el aislado y melancólico mundo de nuestra soledad.

“El túnel” no es una historia de amor, pero es un relato de esa forma de lesión auto infligida que constituyen los celos. Aquí lo que importa no es siquiera si es que son o no justificados; tampoco cuenta qué hacer con ellos cuando los experimentamos o sentimos. Ellos son el epílogo de un proceso que nosotros mismos vamos creando, una serpiente venenosa a la que vamos alimentando para luego soltarla para que deambule libre en nuestros propios aposentos. Quizás por eso volví a ese túnel más de una vez, por eso quizás me acerqué tanto a Sábato; porque además de apreciar sus extraordinarias dotes como escritor, él me ayudó a descubrir y a reconocer que no soy uno de aquellos que pueden decir que jamás hayan sentido celos.

Por eso Sábato se convirtió en un puente para mí, por eso hace pocas semanas me puse a buscar en Quito su libro de memorias “Antes del fin”, consciente que él debía estar ya llegando a una edad cercana a la más inevitable de las despedidas; aunque, de acuerdo a su propia confesión, “no quería irse, quería quedarse para siempre”. El, un hombre ciego, como los que el mismo pintó, un viejo cascarrabias cercano a la centena, solo aspiraba, a pesar del auto reconocimiento de su predisposición, a que lo recordemos siempre no como a un escritor, sino solo como lo único que quiso ser: uno de quien sus vecinos pudieran decir que era un buen tipo.

Pero no logré conseguir sus memorias, ni él consiguió quedarse entre nosotros… Hoy se ha ido a los noventa y nueve años, a enfrentar la más irremisible de las condenas, una que es más inapelable aun que la del olvido. Siempre seré grato con este argentino universal, cuya probable desventaja quizás haya sido la de haber nacido en la misma patria, y vivido al mismo tiempo, que Borges. Mas, eso no puede ser una desgracia, más bien siempre enaltecerá los motivos para su reconocimiento.

Sí, hay túneles que se convierten en puentes. Sábato me hará recordar siempre a los puentes que con él encontré. Sus túneles me llevarán de vuelta a ese socavón oscuro que llevaba a la azotea de mi infancia, que fue atalaya para observar a los demás, patria para mis soledades y momentos de libertad, y espejo portentoso donde tuve la oportunidad de recuperar la imagen real de mis distorsionados sentimientos. No imagino como será vivir hasta la víspera misma de la centuria; yo, que por parte de madre, pertenezco a una familia de longevos. Hoy, me despido de él con reverencia, pues Sábato, quizás interpretando el título de la comedia de Oscar Wilde, había descubierto desde temprano aquello de “La importancia de llamarse Ernesto”…

"Por un instante, su mirada se ablandó y pareció ofrecerme un puente, pero sentí que era un puente transitorio y frágil colgado sobre un abismo". Ernesto Sábato, El túnel.

Shanghai, 3 de mayo de 2011
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