22 mayo 2011

Zaratustra!

Me preguntan que “qué nomás” he estado leyendo últimamente; y hoy lo quisiera comentar. Reviso lo que he leído en las ultimas semanas y descubro que aquellas lecturas parecerían un tanto erráticas y que no obedecerían a un coherente patrón. Leer es un ejercicio parecido al de realizar un viaje; cuando, aunque nos hubiéramos trazado un itinerario, terminamos por saltarnos ciertos lugares o nos adentramos en imprevistos destinos intermedios. Idéntico asunto sucede cuando releemos, que es cuando nos da la impresión que antes fueron distintos esos mismos paisajes. Uno tarda en advertir que aunque esos lugares serían los mismos, es uno el que ha cambiado desde la ultima vez que los apreció… Aun así, daría la impresión que mis lecturas son contradictorias; y es que, por una razón que solo puede tener que ver con mi tendencia a la variedad, siempre termino leyendo en forma simultánea más de un libro a la vez. Quizás este sea mi método de supervivencia; así trataría de evitar la influencia y, sobre todo, la alienación…

Entonces, refiero aquí lo que he leído en estas últimas semanas: “La región más transparente” de Carlos Fuentes; “El descubrimiento de España” de Fernando Iwasaki (un escritor peruano que me recuerda a Bryce Echenique); "’Tis” del irlandés Frank McCourt; “Conversaciones con Saramago”, una compilación de extractos de sus entrevistas; “50 historias” de Jorge Ortiz; "La fuga" de Carlos Montemayor; y, algo que he dejado para comentar al final, con intención: “Escritos básicos del existencialismo”.

Si se revisan los temas podrá notarse que hay una tendencia zigzagueante. Pero intuyo que el asombro es mayor cuando confieso que mis lecturas son a menudo simultáneas. Esto se debe a que nunca leo para “poder ir a dormir”. De hecho, y esto pasa sobre todo con algunas de mis preferencias, leo casi siempre para “ayudarme a permanecer despierto”. A pesar de ello, con frecuencia escojo algún libro de cabecera, no como ayuda narcótica, sino para saborear ciertas valiosas expresiones antes de que me pidan que apague la luz…

Cuando leo acerca del existencialismo, regreso a las primeras lecturas que no pude evitar cuando salí del colegio. Sartre y Camus estuvieron entre los autores a quienes estuvo de moda referirse; pero me temo que tales lecturas no respondieron a una curiosidad de carácter filosófico, sino, como a menudo pasa, a la identificación revolucionaria que se asoció por un tiempo con dichos autores. Lo que no muchos saben, es que ese nuevo existencialismo, con sus ideas acerca del absurdo, la culpa y la conciencia, no expresaba conceptos recién explorados. Más de cien años atrás ya habían sido tratados por un joven genial llamado Soren Kierkegaard; y, más tarde, por quien se nos tenía proscrito en tiempos del colegio, cual un rezago del infame “Índice”. Me refiero a Federico Nietzsche.

Nietzsche vivió en Alemania al mismo tiempo que Karl Marx y Sigmund Freud; y, como sucedió con ellos, habría de transformar la disciplina en la que incursionó. Es incuestionable el influjo que los tres ejercieron en el mundo. Sin embargo, en lo que se refiere a Nietzsche, estoy persuadido que siempre lo leímos armados de una cierta reticencia, de una coraza construida con ese material tan poco maleable que suele ser el prejuicio. Claro que puede advertirse en su filosofía el influjo del pesimismo alemán, pero hay en él un rechazo, que nunca fue bien interpretado, hacia el influjo que un exceso de moralidad, basado en la dicotomía del bien y del mal, había ejercido en nuestra civilización. Me temo que Nietzsche es un autor para leerlo pausadamente, sin apurarse y disponiendo de tiempo. Si se quiere entender el existencialismo, simplemente no se lo puede dejar de consultar.

Hay una especie de puente entre Kierkegaard y los existencialistas franceses (Camus había nacido en Argelia pero escribió en francés). Se trata de Dostoievsky –que también influenciaría en Nietzsche– y Unamuno. Quizá a ello se deba que Sartre y Camus utilizaron similares métodos. Si algo aprecio en Camus es su honestidad, su respuesta frente al absurdo, su idea de que si la vida no tendría un sentido y una razón para ser vivida, estaríamos en la obligación de tratar de encontrarle un sentido… Pero, fue desde siempre que Nietzsche habría de espolear mis reflexiones, y él fue quien revivió ese nombre de Zaratustra, que lo había oído ya alguna vez desde mi niñez. Zaratustra fue un profeta persa en cuyas ideas se basó el Zoroastrismo, una contradictoria doctrina que debe haber influenciado en los conceptos religiosos del mundo occidental, esa curiosa idea de que todo se reduce a los antagónicos conceptos del bien y del mal.

Quizás por esto Nietzsche escogió ese nombre para el título de una de sus obras, en la firme persuasión que tal actitud nos habría impedido disfrutar lo agradable que puede tener la vida. Y quizás por ello es que habría lanzado su supuesta proclama de la “muerte de Dios”. Fue otro de mis tocayos, un perspicaz y corpulento muchacho, quien en uno de sus febriles coloquios de discoteca, me volvió a nombrar una noche a Zaratustra, con la advertencia de que era ya hora de enterrar al podrido cadáver de Nietzsche… Así, la palabra Zaratustra siempre se me quedó marcada como una advertencia, como una admonición!

Tengo un nieto que no habla el castellano; vive en Australia y sus padres solo se comunican en inglés. Su papá pierde “a veces” la paciencia y dice improperios y blasfemias que él cree que nadie entiende en sus momentos de exasperación. Por ello, cuando Benjamín aprendió a hablar, se dio por repetir las malas palabras que había escuchado “al pasar”... Allí intervinieron entonces sus abuelos para enseñarle unas “falsas” imprecaciones que, por su aparente carácter semántico, le darían a él la equivocada impresión de que eran malas palabras. Así, términos como “¡cataplún!”, “¡retruécano!” y “¡Zaratustra!” fueron improvisados como insultos. Es de adivinar que le fue más conveniente retornar a las malas palabras de su propio idioma, y no precisamente por un asunto de mera pronunciación…!

Sydney, 22 de mayo de 2011
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