15 mayo 2011

Entre patriarcas y notables

Esa ventosa tarde de agosto de finales de los años setenta, dos autos con vidrios oscuros se estacionaron frente a una pequeña casa protegida por dos enormes palmeras en la calle Tamayo, a pocos pasos de la iglesia quiteña de El Girón. De su interior bajaron varios individuos que, por su corpulencia y el modo de sus desplazamientos, denunciaban ser guarda espaldas de alguien importante. Tenían que ser costeños, pues bajo sus chaquetas vestían suéteres de lana; y no era difícil colegirlo, dada su contextura física, su forma de caminar y el color claro de sus calcetines, que no iban bien con los oscuros trajes que vestían…

Al salir de los automóviles, estos edecanes, se apresuraron en abrir las puertas traseras de los vehículos, para ceder el paso y proteger a los elegantes ocupantes que venían a entrevistarse con el solícito propietario del inmueble. Algo en los dos forasteros exudaba linaje y autoridad; podía apreciarse que eran de ese tipo de individuos que están acostumbrados a dirigir y a mandar. El más alto era también el menos corpulento, usaba gafas oscuras para el sol y su pelo entrecano y ondulado hacía juego con un grueso y bien cuidado bigote; tenía el hábito de adelantar en forma altiva su barbilla. Le seguía el otro individuo, de modales más parsimoniosos, quien tenía la tendencia a acomodarse los botones de la chaqueta, en un gesto de prolijidad que confirmaba su pretendida elegancia. Eran primos hermanos entre sí; pertenecían a la aristocracia guayaquileña; a su turno, habían ejercido ambos la presidencia de la República del Ecuador.

Carlos Julio y Otto Arosemena saludaron cordialmente con quien parecía tener ya un trato familiar con ellos: el coronel retirado Rafael Armijos. Él, con gestos perentorios, pero amigables, les saludó con afecto y les hizo pasar con presteza al interior de su acogedora residencia. Se habían reunido para discutir la redacción y estrategia de un importante documento: una pública invitación para que el Consejo Supremo de Gobierno se comprometiera, frente al país, a concretar un plan de retorno a la constitucionalidad. La estrategia era elaborar esa proclama y comprometer a las más importantes y notables personalidades de la política y el quehacer público nacional, para que, una vez firmado el manifiesto, se lo pudiera publicar en los más importantes periódicos y demás medios de comunicación.

Los tres políticos, que en ese entonces gozaban del respaldo de importantes agrupaciones partidistas, discutieron brevemente sus criterios y luego de compartir un trago ofrecido por el anfitrión a sus huéspedes, llamaron a un amanuense y se dieron a la meticulosa tarea de redactar el documento. Ellos obedecían a su intuición y olfato políticos; estaban persuadidos que incluir a Asaad Bucaram en el respaldo al escrito solo ofrecería resistencias por parte de aquel cuerpo militar encargado temporalmente del poder. Luego de un par de necesarios cambios en el texto, a los que acompañaron con otras bebidas de refuerzo, dieron su aprobación al finalizado manifiesto y lo participaron, por teléfono y en forma breve, a otras personalidades ausentes.

Mientras tanto, un joven de gesto flemático y discreto, que frisaba los veinte y cinco años, y que aparentemente gozaba de la confianza del dueño de casa, sin interferir ni participar en las delicadas deliberaciones, se había puesto cerca para asistir con su presencia, en caso de ser requerido, por parte del mencionado oficial. Cuando el documento estuvo listo para salir del horno, el joven fue llamado al interior de la habitación, que había servido de sede del encuentro, y recibió precisas instrucciones de entregar el escrito a tres personalidades que tenían que dar aval, con su firma posterior, al manifiesto que debía publicarse.

Al día siguiente, el escogido emisario habría de visitar a esas tres personalidades, a quienes tenía que explicar el alcance e importancia de la carta pública y lograr su compromiso para firmarla conjuntamente. Así, en el transcurso de la siguiente mañana, el emisario visitó a dos expresidentes constitucionales, Galo Plaza Lasso y Clemente Yerovi Indaburu, y al conocido escritor lojano y hombre de cultura Benjamin Carrión. Plaza lo recibió en su residencia de la avenida 6 de Diciembre, y ofreció considerar el documento y expresó que lo entregaría firmado para el día siguiente. Yerovi y Carrión expresaron su beneplácito enseguida y acordaron firmarlo en gesto de apoyo y consentimiento. Yerovi Indaburu recibió al joven en una modesta y espartana habitación del hotel Quito; Benjamin Carrión lo hizo en su residencia ubicada en un tranquilo pasaje del barrio de El Batán.

Aquel reservado, prolijo y elegante joven (y además, encantador y dotado de innumerables atractivos) era nada menos que el mismo autor de esta abreviada crónica… El destino había querido que se ubicara en una casual encrucijada y fuera testigo privilegiado de una gestión histórica para la vida nacional. Puedo decir que tuve la suerte de haber saludado, en menos de veinte y cuatro horas, con nada menos que cuatro expresidentes de la república; quienes, sin que yo al decirlo peque de inmodestia en lo más mínimo, supieron decirme que fueron ellos los que tuvieron el referido gusto de conocerme; pues, todos y cada uno de ellos, al haberme presentado, me dijeron: “mucho gusto señor”…! Con ello tengo razones, si no para el orgullo, por lo menos para la relación de una sabrosa anécdota!

Lo que sucedió después ya es parte de la historia; aquella Junta Militar habría de convocar en pocos meses a nuevas elecciones; Asaad Bucaram fue proscrito; y un acuerdo entre Concentración de Fuerzas Populares y la Democracia Cristiana, llevaría a un joven idealista llamado Jaime Roldós al poder. En cuanto a los gestores de aquel ya olvidado documento, el periodista Alejandro Carrión, que se cobijaba con el nombre de pluma de “Juan sin cielo”, les habría de endilgar, más tarde, el lapidario remoquete de “Patriarcas de la componenda”…

Sydney, 15 de mayo de 2011
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