07 mayo 2011

Frente al espejo

Ella era una mocita costeña, de natural bondadoso, llamada Carola; había venido a la sierra para trabajar como empleada doméstica y así esconder, en el ático de la distancia, su inesperada e ilegítima maternidad. Era pues, una madre soltera; algo que mis hijos, a sus tiernos años, no podían todavía discriminar: el que su hijito, el incorregible “Gabicho”, hubiera nacido sin que tuviera, como ellos tenían, un conocido papá. Así era como lo llamaban mis hijos: Gabicho; y muy pronto lo convirtieron en su personal mascota, lo anduvieron a llevar por todas partes, y lo adoptaron como a una especie de hermanito pequeño, con todos los beneficios que parece que se consiguen, cuando alguien ofrece su obediencia incondicional…

Así fue que, por lo menos por un tiempo, me vi obligado a hacerme de un quinto hijo; uno que, claro, no había “nacido fuera de matrimonio”, ni había sido fruto consecuente de mis travesuras, o de mis improbables descuidos; uno que lo tuve que aceptar no por imposición del Tribunal de Menores, sino por virtud de las instancias del candor infantil y de aquello tan arraigado en mi sangre materna, que siempre me invita a ser solidario con los demás! Cuatro años tenía aquel inquieto muchachito, edad suficiente para descubrir cómo agradar a los otros, cómo conseguir la protección ajena y cómo ganarse el afecto de los demás. Y es que, además de su espontánea simpatía, Gabicho parecía no tenerle ningún miedo a nada; ni a que le mojen con agua fría, ni a que le muerdan los perros de los vecinos, ni a quedarse atrapado en un aposento donde reinaba la oscuridad. Hasta que… un buen día descubrimos su escondido secreto: el mozo tenía pavor a lanzarse desde el tercer escalón de la grada: le tenía miedo a saltar…!

Por los mismos días, venía a visitarnos con frecuencia un rubicundo jovencito, era el travieso vástago de mi hermana, quien, en idéntica etapa de su vida, no parecía exhibir temor a lanzarse desde lo más alto de la grada, o desde el pináculo de cualquier elevado pedestal. Un buen día descubrió qué era lo que al Gabicho le aterrorizaba y pronto se dio a hacer alarde de su valentía y derroche ostentoso de su temeridad. Así fue como en casa fue haciéndose mundialmente famoso el inédito deporte de “lanzarse de la grada”; cómico asunto que se fue convirtiendo en un entretenimiento que llegó a adquirir importancia familiar…

El Gabicho hacía nuevos intentos, se subía al segundo y aun al tercer escalón; y en sus renovados empeños no lograba disimular su miedo, ni superar sus temores de precipitarse a tierra desde lo que, a sus años, debe haberle parecido una altura descomunal. En cada nuevo intento, dudaba y se enfrentaba a sus atávicos temores, y en el momento mismo de tratarlo, se desanimaba, ponía un pie en el escalón inferior y, luego de un incipiente tropiezo, optaba por ya no arriesgarse nunca más. Entonces, medio avergonzado y arrepentido exclamaba: “púchicas, casi me caigo”; seguido, cuando a veces se lastimaba al animarse en el intento, de un infaltable “pero no me dolió!” Lo cierto es que sus recelos frustraban siempre sus empeños, aunque él lo intentara una y otra vez, en el deseo de agradar.

Mientras esto sucedía en “las divisiones inferiores”, el otro rapaz, aquel que también buscaba nuestra admiración por sus proezas, intentaba cada vez un escalón más alto, en un nuevo empeño más temerario y audaz. Hasta que una cierta noche, mientras ambos chavales se encontraban en una de las recámaras, alguien apagó la luz en forma accidental… El Gabicho no tomó en cuenta el incidente, pues para él la oscuridad había sido siempre un asunto natural; en tanto que para el sobrino, eso de quedarse de improviso en tinieblas, fue algo sorpresivo y fantasmal. Entonces nuestro “Martín el valiente” corrió despavorido y fue raudo a buscar las tibias faldas de su protectora mamá! Desde entonces al Gabicho ya no le importó que se burlaran de sus temores… había descubierto que alguien más poseía unos novedosos miedos que no eran iguales a los de su exclusiva especialidad! Y así fue cómo, cuando le proponían una infantil competencia, que incluía un salto desde la escalinata, él prefería aceptar una prueba que incluyera una alcoba expuesta a una intempestiva oscuridad…

La moraleja de la historia es que todos tenemos nuestros miedos, todos tenemos nuestros temores; todos le tenemos miedo a algo en la vida, llámese a ese algo: vergüenza, altura o velocidad; todos tenemos temores: ya sea a la muerte, a las tinieblas o a la soledad… Supongo que es por miedo que sucumbimos a prejuicios y a complejos. Y, no importa cuan seguros o temerarios nos presentemos: todos hemos sufrido alguna vez esa extraña sensación de tener algo suelto debajo del diafragma, que nos pone indecisos y aprensivos, que nos inquieta y desanima, que no nos deja actuar con tranquilidad... Muchas veces, logramos disimularlo, conseguimos aparentar una condición alejada de los temores; pero, la verdad es que, a algo siempre le tendremos miedo en la vida; aunque “ese algo” sea solo el “miedo a sentir miedo”: la posibilidad de exhibir nuestra propia fragilidad!

En cuanto a mí mismo: yo también tengo mis miedos. Los tuve siempre y aún no se me han ido… pero, como todos, sé que siempre terminamos teniéndole miedo a algo en la vida; que el coraje no está en no sentir miedo, sino en tratar de superar la debilidad; y que, aunque finjamos que nada nos conmueve, lo hacemos solo para aparentar una inexistente valentía ante los ojos de los demás. Todos escondemos alguna forma de temor, aunque lo tratemos con éxito de disimular. Unos sentimos miedo al fracaso o a la pública vergüenza, unos a la turbulencia en los aviones y otros a esa compañera que nunca propicia compañía y que llaman soledad. Unos decimos “casi me caigo” y evitamos el salto desde la tercera grada; y otros corremos a escondernos bajo el tutelar amparo del regazo de mamá…

Sobre San Petesburgo, 7 de mayo de 2011
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