24 mayo 2011

Y ruega por nosotros... Amén!

Supongo que ese ha de ser un asunto de fe. Kierkegaard dice que tal entelequia, la fe, es maravillosa; porque lo que cohesiona a toda vida humana es la pasión; y que la fe es una pasión. Otros han dicho que la condición humana está definida por otras consideraciones como el pensamiento, la palabra o la risa; él dice que no, que es por la pasión; que por pasión amamos, odiamos o sentimos; y que, por pasión es que alcanzamos (o no) aquello que los teólogos han dado en llamar “la fe”.

Lo cierto es que después de lo que nos sucedió aquella tarde cuando volábamos cerca de Cajamarca, sobre los Andes peruanos, volví a escuchar a mi copiloto eso de que “la Virgencita no quiso que sea, esta vez!”. Ya una mañana, al despegar de Ambato y comprobar que el avión perdía altura y que el Fairchild de Cóndor no se sustentaba, cual excusa con características técnicas, le había escuchado a otro amigo eso tan providencial de que “la Virgencita, Albertito, no ha de querer”!

Pocos años atrás, cuando yo era todavía copiloto de TAO, despegábamos de Quito una fría madrugada de Octubre. Tengo la impresión que se nos había cargado una cantidad excesiva de combustible; o, quién sabe, es probable que por esa fuerza avasalladora que tienen ciertos compromisos, haya el capitán aceptado un peso operacional que bordeaba los límites permitidos para el despegue… Era la primera vez que yo iba a experimentar una salida desde Quito con un peso tan alto. No soplaba viento esa mañana y habíamos solicitado utilizar la pista 17 para nuestro despegue, aprovechando así la gradiente positiva que esa pista ofrece. Hicimos las comprobaciones correspondientes, cumplimos la corta lista de chequeo que tenía el C-47 (cual si fuera una plegaria que se hacía de memoria); “probamos magnetos” en la cabecera y, luego de imitar al comandante, me santigüé yo también y confirmé con la torre de control el permiso para nuestro “decolaje”.

El pesado Douglas, empezó su lenta y parsimoniosa carrera de despegue; sentí que con tortuosa lentitud ganaba la primera aceleración requerida para levantar el patín de cola y, ya sin la resistencia aerodinámica del aparato, empezamos poco a poco, y muy lentamente, a ganar la velocidad requerida para una exitosa maniobra de decolaje. Cuando cruzamos frente a la plataforma internacional, el capitán inició unos no habituales movimientos con el estabilizador, como para obtener “viada” y pude advertir que cuando pasábamos frente a nuestro propio hangar, el avión recién alcanzaba la velocidad para poder sustentarse…

Nos levantamos “con las justas”; habíamos llegado casi a las marcas de la pista opuesta, cuando en forma casi milagrosa pude comprobar que las ruedas habían dejado de girar en tierra y que de pronto ya estábamos en el aire! Yo no había estado de acuerdo, con la decisión operacional, por lo que regresando a mirar al comandante, sentado a mi izquierda, le indagué: “ y… si aquí se nos va un motor?”. Mirándome con incredulidad, y casi con desprecio, el comandante, que a esas alturas ya debe haberse arrepentido de su desacostumbrada decisión, me respondió: “Y por qué se va a ir, pues!”. Me pareció que me estaba diciendo lo mismo que oiría tantas veces después; algo parecido a esa declaración fatalista que ponía en las manos de la Virgen el resultado protector que requerían las humanas equivocaciones. Para otros aviadores, las pistas y aerovías eran con probabilidad eso que se mencionaba en misa: el tan mentado “valle de lágrimas”!

Mas, fue ahí sobre otro valle, el de Cajamarca, en ese corto vuelo de Guayaquil a Lima, cruzando a treinta y cinco mil pies de altura y volando “la ruta de las aves canoras” - como oí un día que la llamaban los pilotos de Avianca (los puntos de chequeo llevaban nombres de aves, como Pato, Mirlo y Paloma) - que un ruido extraño, seco y sordo pareció de pronto sacudir al venerable Boeing 707. Era yo entonces un joven y bisoño comandante. El ingeniero de vuelo había regresado de la cabina de pasajeros hacía poquísimos instantes. Fue entonces que advertí el cambio en mis propios oídos y, al regresar a mirar hacia el panel del ingeniero, pude comprobar que había empezado a subir bruscamente la altura de cabina! Una súbita y dramática despresurización estaba ocurriendo en esos instantes!

“Máscaras de oxigeno!”. “Tú, declara descenso de emergencia!” exhorté al copiloto, al tiempo que me colocaba mi máscara personal, comprobaba el funcionamiento adecuado del intercomunicador y empezaba la maniobra rápidamente. Reduje la potencia de los cuatro motores, extendí los frenos aerodinámicos, escogí una altura inferior que superaría el nivel de las montañas que sobrevolábamos, inicié el descenso de emergencia y solicité la lista correspondiente en forma urgente.

Bajábamos ahora vertiginosamente, cruzábamos ya veinticinco mil pies en descenso, cuando noté que ciertos trámites del procedimiento de emergencia no se habían cumplido oportunamente. Para mi sorpresa, el copiloto no había declarado todavía la emergencia, ni había cumplido con la lectura de la lista de chequeo, obedeciendo al comando que previamente yo había ya emitido… Es que, lo intempestivo del episodio le había tomado por sorpresa! Ahora, él se encontraba totalmente “paralizado”… Fue entonces que yo mismo culminé los puntos que se habían omitido, tomé la radio y declaré la emergencia. Informé al control de Lima las condiciones del vuelo y nuestra intención de salir hacia la costa para regresar de inmediato a Guayaquil.

Luego del aterrizaje, fuimos informados por mantenimiento del motivo para la descompresión explosiva: la antena del radio altímetro se había desprendido del aparato debido a corrosión y un enorme boquete en el fuselaje había producido la despresurización! El vuelo tuvo que cancelarse y los pasajeros fueron enviados a diferentes hoteles; la tripulación recibió instrucciones de trasladarse en otro vuelo y regresar de vuelta a la capital.

Mientras volábamos a Quito, luego del frustrado viaje, el contrariado copiloto empezó a advertir la relativa simpleza de la maniobra que habíamos efectuado; constataba su sencillez cuando es realizada en forma metódica, siguiendo el procedimiento pertinente. No desconocí lo dramática que puede parecer una situación intempestiva cuando adquiere un carácter urgente. Sin embargo, para la opinión del preocupado copiloto, habíamos salido de esta precaria y riesgosa circunstancia porque “la Virgencita no quiso que sea, esta vez”…!

Así sucede a veces en la vida de nuestra profesión. Sin embargo… no son los descensos de emergencia los que “a estas alturas de partido” han empezado a preocuparme. Son mis múltiples “ciclos” acumulados, los ascensos y descensos "normales", las continuas y recurrentes presurizaciones y despresurizaciones de mi propio cuerpo (que, a ojo de buen cubero, ya deben acercarse a unas ocho mil), las que me hacen pensar si nuestros organismos, al igual que los aviones, estarían sujetos a los impredecibles efectos que este tipo de compresiones y descompresiones continuas producen en el fuselaje de los aviones; y si determinarían tan sorprendentes consecuencias como resultado de lo que en aviación se ha dado en llamar “fatiga de material”…

Sospecho que deben haberse efectuado exhaustivos estudios al respecto. No han de haber escapado tampoco al interés científico asuntos como los efectos del ruido, la sequedad de cabina, las vibraciones, los ciclos circadianos, la brutal exposición a los rayos solares y la radiación atmosférica. Pero, me temo que esos resultados nunca se harán públicos, por los insospechados efectos operacionales, legales y económicos, y por la reacción de los aviadores, frente a la advertencia y concientización que esto produciría en el ambiente aeronáutico. En cuanto a nuestra propia e inevitable “fatiga de material”… no hay sino que esperar con un poquito de fe y confiar en que no llegue a afectarnos tanto…

Sí, porque… “la Virgencita no ha de querer”!

Sobre Bali, Indonesia, 23 de mayo de 2011
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