14 abril 2011

Inyecciones gramaticales

Como decíamos en una lección anterior (con perdón de la pretensión), fue en mis vacaciones de verano cuando empecé a jugar con los anagramas de mi nombre; así surgió ese Iván Toral Bozeci (Bocezi?) con el que firmé unos primeros versos. Pero, mi romance con los juegos gramaticales, con la inversión o el re-arreglo de las letras de las palabras, quizás tenga una historia anterior que aquí recuerdo:

Y el culpable fue un tío abogado que venía a casa una noche por semana. Un paseo de final de estudios (“paseo de grado” antes los llamaban) realizado al sur del continente, antes de casarse, había dejado en él impresiones y recuerdos imborrables; y, a fe mía, el mencionado periplo habría de marcarle para toda la vida. Había sido un viaje por tierra a Santiago y Buenos Aires; y esa excursión le había dejado de herencia un adjetivo que sabía utilizarlo con frecuencia: “!macanudo!” El viaje le habría legado también otras cosas; en especial la conciencia que en América del Sur, otras gentes que hablaban nuestra misma lengua y que tenían una similar cultura, se habían anticipado a descubrir las bondades de la civilización y del progreso. Intuyo que un hombre como él, con principios éticos enraizados, con una gran curiosidad por la aventura y el descubrimiento, debe haberse repetido la misma pregunta con frecuencia: ¿por qué será que nosotros no podemos hacerlo?

Jorge era un hombre religioso; uno de aquellos que invitaban a rezar antes de ingerir los alimentos. Iba siempre a misa los domingos; y puede decirse que tanto la formación que le dieron en su casa, como la huella que dejaron en él los jesuitas, habría no solo de moldear sus valores, sino también su personalidad y sus convencimientos. Tenía una especial fascinación por aquello relacionado con las herramientas, con los implementos de excursión o los requeridos para disfrutar en debida forma de los paseos. Tenía en su casa un cuarto repleto de carpas, cantimploras y linternas; de catalejos, clavijas, picos y termos. Era él una especie de “boy scout” de pantalones largos, uno que hablaba todo el tiempo de ascensiones a riesgosos nevados, de tortuosas excursiones a los alejados y traicioneros Llanganates; de demandas judiciales y de litigios de alimentos.

Pero no era por simple trámite o rito familiar que Jorge, con toda su familia, nos venían a visitar. Era que en casa, alguien siempre se enfermaba, o necesitaba que una inyección le viniesen a colocar; y era él quien traía sus bien cuidados implementos de enfermería, su maletín repleto de su hospitalaria parafernalia, sus agujas hipodérmicas, sus jeringuillas, su frasquito de alcohol y todos aquellos bártulos que uno supone que no se relacionan con el oficio del abogado, sino con el del médico o del enfermero. Porque, además, su continua práctica con esto de las inyecciones, le había dejado una mano portentosa y admirable; una suavidad tan especial que eso de “no dejarse sentir con la aguja” ya se lo hubieran querido un practicante de medicina, un facultativo experimentado o un hábil curandero.

Hoy cuando ya ha pasado el tiempo, intuyo que, a más de haber aprendido del lugar adecuado para introducir con precisión sus agujas, de cómo ubicar los puntos correctos, él había descubierto simples métodos de relajación muscular que hacían llevaderos, y hasta disfrutables, esos siempre molestosos procesos. Unos golpecitos en el brazo o en las nalgas y ya estaba! “Macanudo!”, exclamaba; y, antes de que tuviéramos tiempo para la queja o el reclamo, ya sentíamos como si la aguja nunca se hubiera introducido en la carne, porque descubríamos de pronto que ya no se encontraba adentro! Su técnica no solo era mecánica; su estrategia era más bien verbal: siempre llegaba a casa con juegos de palabras que nos invitaban a participar en sus apasionantes acertijos, en sus entretenidas competencias, en sus gramaticales entretenimientos. De este modo, las curiosidades y caprichos del idioma, se nos fueron convirtiendo en una insospechada distracción. El venía con sus jeringas y ampolletas, pero nosotros lo esperábamos ansiosos para hacer nuevos lingüísticos descubrimientos.

Con él habríamos de aprender palabras y frases reversas; de cómo jugar con los anagramas, de cómo usar las letras de nuestros nombres para crear y descubrir nuevas palabras y términos. Las horas se hacían muy cortas cuando él venía a poner inyecciones, pero terminábamos entretenidos y obsesionados con sus gramaticales pasatiempos; así aprendimos frases que quedaron para que algún día pudiésemos transmitirlas a nuestros hijos y a nuestros nietos. “Anita lava la tina”, “Dábale arroz a la zorra el abad”, fueron, entre otras, las frases reversibles que fuimos aprendiendo. Fueron iniciativas que luego las llevábamos a otras casas vecinas o a la escuela, solo para descubrir que nuestros primos, amigos y condiscípulos conocían también otros similares acertijos y entretenimientos.

Así descubrimos con el flaco Zumárraga que “Agarramúz” constituía la forma reversa de su apellido. Así aprendí la de mi propio nombre: “Oniacziv Otreblá”; así era que nos entreteníamos en clase, despertando la fisgona curiosidad de nuestros ocasionales vecinos de aula; pero, sobre todo, las severas miradas de nuestros exasperados maestros. Así descubrí un día la más increíble de las frases, una que contenía todas las letras del abecedario, una que dejaba a mis primos pasmados y boquiabiertos: “Jovenzuelo emponzoñado con whisky, que figurota exhibes”. Esta sería la frase que aprendí de otro niño, de alguien que nunca estuvo enamorado ni de sus profesores, ni de las aulas; y tampoco de los libros, ni de los lápices, ni de los cuadernos; pues él, como muchos otros niños, había descubierto ya esa extraña magia que tienen las palabras, que convierten la gramática en un delicioso y apasionante entretenimiento…

“!Macanudo!”, habría dicho mi tío abogado y andinista, gramático y enfermero.

Sydney, 14 de abril de 2011
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