12 abril 2011

Las arenas del tiempo

Desde la primera vez que lo vi en esa vitrina de relojería me pareció un artilugio fascinante. De forma que, cuando esa tarde de diciembre papá vino a vernos para ir a comprar nuestro regalo navideño, yo ya había decidido qué era lo que quería pedirle que me comprase en ese establecimiento. “Pero si en los relojes de arena, se pasa demasiado rápido el tiempo” bromeó, quizás en el interés de que me desanimara de insistir en mi antojadizo empecinamiento. “Eso es justamente lo que quiero” le respondí; persuadido ahora con el argumento de que las vacaciones de verano no habrían de llegar tan tarde con la adquisición del minúsculo implemento . Al final papá terminaría comprándonos unos relojes normales de pulsera, con la excusa de que las arenas que cruzaban por el microscópico embudo del adminículo, solo duraban unos pocos minutos fugaces; y para qué quería yo un reloj que no me diera las horas, ni que me advirtiera si estaba tarde o llegando a tiempo!

Así empezó talvez mi fascinación por el paso vertiginoso que luego advertí que tenía el tiempo y mi convencimiento de que cada calendario que pasaba era irremediablemente más rápido en su transcurrir, o más corto en su duración. Años más tarde, habría de caer en cuenta que los segundos, al igual que aquellos pequeñísimos granitos de arena, se escurrían entre los intersticios de los dedos; habría de comprender que no hay forma de retenerlos; y, sobre todo, habría de confundirme con la comprobación de que mientras había personas que gastaban intencionalmente el tiempo, había otras obsesionadas con retenerlo al constatar que se escurría como agua que tratamos de sostener en la cuenca de las manos. Entonces comprendí que los relojes de arena no servían para medir el tiempo, sino solo para comprobar que éste se nos escapa y se va hacia una patria que no tiene regreso, porque se queda para siempre en el pretérito…

Hay algo de cautivante en el “hour glass”; de hecho, es algo mágico y poético. Es una lamentable contradicción, una triste devaluación de la más horrible de las paradojas, que el reloj de arena no sirva ya para medir las horas, sino tan solo para encargos más bien prosaicos y domésticos; tareas que le han quitado alcurnia, como la simple de medir el tiempo para cocer un huevo. Estas “copas de las horas” invitan también a reflexionar cómo, con el paso del tiempo, se han ido contaminando las arenas de las playas en el mundo, como consecuencia de lo derrames de petróleo y de los residuos que por todas partes van dejando los calafates de alquitrán, produciendo tan desaprensivos como irreparables efectos. Así, no produce sorpresa que quizás ya no se construyan relojes de fina arena por falta precisamente de puros y límpidos elementos. Es arena limpia lo que se necesita para fabricar este instrumento de cintura angosta y de forma triangular; arena para producir el cristal y arena para marcar el tiempo.

Hace algo así como tres o cuatro décadas, el hombre desarrolló el más prosaico de sus inventos: el horrible y nada emblemático reloj digital de pulsera; un artilugio de cuarzo cuya única virtud era la luminosidad de sus números, a más de su asequible e insignificante precio. El hombre que para contar las horas inventó los relojes de sol y las clepsidras, los llamados relojes de agua; que convirtió en maravillosos mecanismos de precisión los circulares engranajes que habrían de medir cada vez con más precisión el paso del tiempo, no pudo ceder a la tentación de crear algo que, en la búsqueda de un implemento práctico, habría de eliminar -en forma felizmente temporal-, la maravillosa presencia de los relojes de desplazamiento circular, que se habían inventado para recordarnos con su insistente tic-tac lo que constituye su más filosófica e importante misión: la de advertirnos del paso inexorable e irrepetible que suele tener el tiempo.

Hoy tengo una pequeña colección de relojes, a pesar de estar persuadido, como estoy, que atesorar por el solo hecho de acumular, es no solo una forma de avaricia, sino sobre todo -como en este caso particular- otra forma más de perder el tiempo. Así he obtenido los de cuerda y los automáticos, los relojes a batería y los que requieren, para su normal y continuo funcionamiento, estar sujetos en forma permanente a movimiento. Tengo cronógrafos y cronómetros que todavía no sé cuál mismo es su primordial objeto. Hay también un par de ellos que indican la hora en los diferentes meridianos y que inclusive reflejan los lunares desplazamientos. Hay unos con números romanos y otros con guarismos arábigos; unos pocos exhiben la fecha en un orificio interior; e incluso conservo uno que sé que no lo puedo poseer, en sentido estricto, pues de acuerdo al lema de su comercialización, es para guardarlo para que lo utilice la siguiente generación, cuando llegue su tiempo… Pero, no he adquirido todavía el que me propuse desde siempre conseguir, desde cuando era niño y ya desde hace tanto tiempo: aquel diseñado para ver pasar esos ínfimos e intransigentes granos con cuyo tránsito se podía comprobar la irreparable pérdida del tiempo…

Sydney, 13 de abril de 2011
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