23 abril 2011

El sabor del huachinango…

Venía todos los años a visitarnos. Provenía de una ciudad pequeña, vecina a Machala, llamada Pasaje. Allá había regresado luego de terminar sus estudios de abogado; y, como buen practicante de derecho que era, había pronto descubierto que, así como el derecho era el camino más corto para llegar a la justicia, el matrimonio era, a su vez, el camino más corto para llegar a la felicidad. Se había casado con una mujer serrana, mi tía Cachito, por lo que, año tras año, se veía en la necesidad de venirla a dejar, para que ella con sus hijas pasaran el invierno en la capital. Lo habían bautizado de Cleofé, uno de esos nombres que riman con José o con café, pero que son tan difíciles de encontrar en el santoral…

Era Cleofé un hombre afectuoso, de naturaleza alegre y discreta; que, al igual que sus demás hermanos, se había dedicado a las tareas agrícolas en esos años de bonanza bananera. Así, entre los litigios jurídicos que ocasionalmente defendía y sus permanentes empeños por sacar adelante su plantación, se daba tiempo para acompañar por unas pocas semanas a su familia, que venía a “invernar” en la casa de mi abuela Carlota. Y este era el mismo nombre de pila al que obedecía su propia mujer, que alguien en su familia (en la de ella) había preferido distinguirle con el de “Cachito”, igual que en la canción de Nat King Cole. Mas, a ella había que llamarle así, de Cachito, sin omitir el diminutivo, para que respondiera con esa dulzura que solo podía ser superada por su beldad. Porque a ella, como en el poema de Nervo: “Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar!”

Un hombre llamado Cleofé tiene que ser a la fuerza bondadoso. Ser llamado así, es una invitación para la más elegante de las virtudes: la magnanimidad. Y eso era lo que era este hombre costeño, que para evitar a su familia los rigores del invierno, los insectos, el calor y las lluvias demenciales, venía todos los años a Quito a cumplir con su ritual. Un día le pregunté que por qué le habían dado ese nombre; y solo supo contestarme que el nombre escogido por su padre había sido el de Cleofás; pero que le bautizaron con la variación latina de Cleofé, para satisfacer los deseos de su mamá. Él, al igual que sus hermanos, había terminado con un nombre que, como Lauro y Florencio, no constaba en el santoral…

Siempre me trató con afecto y con un inalterable gesto de bondad. Jamás habría de verlo malhumorado. Faltaría a la verdad si dijera que lo vi alguna vez enojado. Por ello tal vez, su esposa se confabulaba con la menor de sus hermanas, para poner a prueba su tolerancia, empleando todo tipo de argucias con el objeto de hacerlo exasperar. Un día, con el pretexto de cortarle el cabello o de arreglarle la barba, le pidieron que se sentase frente a un espejo, solo para que se diera muy tarde cuenta que le habían retirado la silla, cuando ya estaba caído en el suelo y participando él también de la risotada de todos los demás!

Al investigar el origen de su nombre, he descubierto que Cleofé querría decir “quien vislumbra la gloria” y que primero fue un nombre femenino. Quizás un nombre un poco más conocido habría sido el de Cleofás, que es el que aparece en los evangelios, cuando se trata de diferenciar a la prima de María (la “otra María”), como “María de Cleofás”. Lo que habría sucedido es que cuando se tradujo la Biblia del griego al latín, se transliteró “Kleopatros”, el nombre griego, por el de Cleofás; y se llamó a esa otra María, como María Cleopae (en latín, la mujer de Cleofás). Más tarde, se habría distorsionado o mal interpretado el nombre, y se habría empezado a utilizar la versión de Cleofé en los idiomas latinos. Así habríamos llegado a este nombre de uso mixto: ya no Cleofás, sino Cleofé. Cleofé, nomás!

Un día encontré un cuadro impresionante del Caravaggio en la pinacoteca del Vaticano: en él se puede observar a un grupo de personas piadosas que ayudan a Jesús a bajar de la cruz. Su título era justamente: María de Cleofás!... Pero el Cleofé de mi historia era más bien un hombre enamorado de su familia, del cacao, de la justicia y de la música; uno que rasgaba ocasionalmente su guitarra para acompañar sus tonadas con fervorosa y persistente intención. Así es como muchas veces lo escuché tararear su canción favorita, una que se me quedó desde siempre en la memoria por un contagioso estribillo que rezaba:


De Veracruz, vengo hasta aquí,

linda jarocha a cantar mi pregón,

Traigo huachinango, cómprelo,

pulpo fresquecito y camarón…

Solo más tarde, cuando fui por primera vez a esa ciudad enorme y de contrastes que es México, volví a escuchar la palabra “huachinango”, y así es como descubrí que así era como conocían los mejicanos, con un término náhuatl, a ese pescado tan sabroso que es el pargo. Por esos mismos días vino a volar con nosotros, en Ecuatoriana, una chicuela de espíritu curioso y amigable; ella desbordaba simpatía y no era fea; tenía el impulso nervioso de tocarse la nariz, como si le molestara; pero se caracterizaba sobre todo por un par de opulentas caderas, que ella no hacía ningún esfuerzo por disimularlas, y las contoneaba en forma briosa y traviesa al caminar… Pronto se olvidaron de su nombre. Los ocurridos, esos seres que solo parecen tener tiempo para buscarnos apodos, la habían bautizado de “huachinango”… “No es muy linda, decían, pero… qué sabrosa que está”!

Pero fue a Cleofé a quien escuché por primera vez ese término marinero. El siempre supo regalarme su inalterable simpatía y jamás dejó de utilizar el diminutivo cuando me tenía que llamar. Hoy él está ya jugando eso que en los partidos llaman “los descuentos”, un tiempo de carácter suplementario cuando con ingenuidad creemos que todavía podemos “darle la vuelta al partido”; un partido que desde que empieza, debíamos haber sabido que nunca lo íbamos a ganar. Hoy he recordado al tío Cleofé con cariño; y acomodando la letra de “El pescador”, la canción que siendo niño le escuché cantar tantas veces, he querido decirle desde la distancia:

Boga marinero, boga ya,

se perdió de vista el malecón,
tu vela blanca sobre el mar,

será la bandera de tu adiós!

Shanghai, 23 de abril de 2011
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