04 julio 2011

Motivos y pretextos

Estoy en Estados Unidos. Es aquí, cuatro de julio, día de la independencia. Para los norteamericanos es un día para celebrar la libertad. Por todas partes se esperan fuegos artificiales y grandes celebraciones. Estos mismos días, en forma irónica y contradictoria, gran parte de la atención de la gente está volcada a las incidencias finales de un caso criminal; se trata de la acusación de asesinato en primer grado, que enfrenta una joven de veinticinco años que está acusada del homicidio de su propia hija. El caso ha cobrado una enorme expectativa por la aparente premeditación e intencionalidad de que se acusa a la joven. Existe alta posibilidad de que ella sea sentenciada a la pena capital o a cadena perpetua.

Es un proceso que ya ha sido calificado como el “juicio del siglo” (un siglo que a duras penas tiene un poco menos de once años) y que sucede a poco tiempo de otro caso que concentró también la atención de los americanos hace menos de quince años, cuando un ex deportista de raza negra que gozaba de popularidad y recursos económicos, fuera acusado del asesinato de su esposa. Se llamaba O. J. Simpson; y en su momento, las características de su caso, merecieron la atención, cobertura periodística e interés de la mayoría de los norteamericanos.

Mientras mucha gente está pendiente del imprevisible veredicto, pienso en las características del sistema de justicia americano (o estadounidense) que está basado en un proceso, en el cual la dirimencia final está en manos de un jurado, que el sistema legal procura que esté conformado por un grupo de gente lo más aislada e independiente, y menos prejuiciada con respecto al caso como sea posible. El criterio que este jurado se vaya formando mientras dura el proceso, ha de ser definitivo. Sin embargo, tal veredicto debe ser unánime y, ante todo, debe estar exento de cualquier mínima y razonable duda. Por ello es que el esfuerzo de los acusadores es demostrar la culpabilidad del acusado para que no quede ninguna incertidumbre; mientras que el papel de la defensa es solamente defenderse. En otras palabras, no está obligada a probar la inocencia del acusado.

Entran, por lo mismo, en las incidencias del proceso, y en las intermitencias del caso, una serie de diversos conceptos atenuantes y agravantes como son: premeditación, probable negligencia e intencionalidad. Y, claro, igual que la mayoría de los asuntos que se presentan en la vida, mucho se circunscribe a motivos y pretextos, a razones y coartadas. Porque podría decirse que muchas veces no triunfa la verdad, es decir lo que realmente sucedió. Sino, solamente, cómo presentan los acusadores o los defensores el caso, cómo acuden a la sensibilidad de los miembros del jurado, o cómo apelan a su razonamiento para explotar así la probable inexistencia de la evidencia que determina tal culpabilidad.

De alguna manera, estos procesos nos remiten a las cosas simples de la vida; a los episodios en los cuales empleamos nuestros motivos y pretextos. Acciones en las cuales justificamos nuestra inocencia o eludimos nuestra culpabilidad. Pero… ¿cuál es la diferencia entre motivo y pretexto? ¿Qué papel juegan conceptos, en muchos casos subjetivos, como son la buena (o mala) fe y la integridad? Sartre dice que quien practica la mala fe, lo hace escondiendo una verdad desagradable, o presentando como verdad una falsedad que suena agradable. En definitiva, tal parece que en estos procesos lógicos, donde lo que se busca es el esclarecimiento de la verdad, lo que cuenta no es la naturaleza de lo que es cierto, sino cómo se presenta un argumento. Así, bien visto, deja el proceso de ser un procedimiento justo, para pasar a depender de los mecanismos de la astucia, de la argucia, del hábil conocimiento de las sinuosidades que tienen el trámite y la legalidad!

Ahora bien: ¿qué es motivo y qué es pretexto? ¿Por qué la gente prefiere utilizar un pretexto, cuando con solo usar el verdadero motivo, se podría justificar? Hemos de empezar por coincidir en la naturaleza del pretexto que, en esencia, no es sino otro motivo, pero caracterizado por su falsedad: el pretexto no es sino eso: un falso motivo, una causa falsa y simulada. Una razón para justificar una falta o un error; una disculpa donde se hace presente la intención maliciosa y solapada que busca ocultar la verdad. Esa es la naturaleza del pretexto, que se constituye en una razón aparente para justificar lo que se ha hecho o que se ha omitido de hacer. El pretexto es una razón para ocultar el verdadero motivo.

Lo triste de estos procesos es que quien está en posesión de la verdad es quien, abusando de recursos y artilugios, esconde o altera su realidad. Porque quien miente no lo hace acerca de lo que ignora, y tampoco lo hace si está seguro de no estar en el error. A menos que, claro, sume a su mentira la cuota ignominiosa de la desvergüenza. Porque parece que la intención de quien miente, más que ocultar la verdad, es la de confundir; por eso es que quien miente, enredado en su propia red, termina creyendo su “falsa verdad”, la de su fabricada fantasía.

Cuando hablo de motivos, se me hace difícil no recordar la poesía de Rubén Darío, llamada “Los motivos del lobo”, que alguna vez tuve que memorizar en mis días de escuela:

El varón que tiene corazón de lis,

alma de querube, lengua celestial,

el mínimo y dulce Francisco de Asís,

está con un rudo y torvo animal…

Porque el hombre es como un santo cuando actúa por motivos, pero es como un lobo cuando se apoya en sus pretextos…

Chicago, 4 de julio de 2011
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