27 julio 2011

Pequeños gigantes

Los hombres necesitamos diversiones; los pueblos requieren entretención. Esto lo entendieron todas las culturas a través de los tiempos. En épocas del Imperio Romano, el estado asumía como tarea primordial la obligación de proteger a los ciudadanos y de ofrecer ciertos espectáculos al pueblo. “Pan y circo” era la fórmula de gestión que compendiaba las principales tareas de los gobiernos. La parte relacionada con “el pan” era un beneficio que, debido a la estructura social, llegaba a afectar y a cobijar a la mayoría de los ciudadanos; pero la parte que tenía que ver con los entretenimientos públicos favorecía, con sus sorprendentes espectáculos, a un grupo más bien selecto y reducido de integrantes del imperio.

Porque los principios políticos que ya se habían anticipado en la Grecia clásica, no consideraban como ciudadanos a todos los habitantes de la sociedad, ya que no todos tenían idénticos derechos. No todos tenían acceso a participar en “la cosa pública” y muchos tenían sus derechos restringidos, a menos que hubiesen obtenido la condición de “no esclavos” o libertos. El circo, por lo mismo, no sería una opción que la disfrutarían todos en Roma. Era más bien un espectáculo al que los esclavos no tenían acceso. Porque en aquellas dramáticas, intensas y crueles competiciones, el pueblo adquiría una cierta condición de juez y decidía con sus sanciones el destino de los actores, condonándolos o condenándolos, cual si se tratase de un complejo y caprichoso referendo. Es importante recordar entonces que no era “todo el pueblo” el que tenía derecho a asistir a los eventos públicos y sobre todo a los cruentos episodios que se habrían de presenciar en los llamados coliseos.

Dos milenios después, un rezago de estos “circos”, insisten en ofrecernos ciertos gobiernos… Eliminada -en teoría- la esclavitud (porque es muy cuestionable lo que queramos entender como “derechos”), ciertos líderes y mandatarios van encontrando novedosas formas de espectáculo público, a las que -por diferencia- parecería que solo el pueblo llano ahora tiene acceso. Es un tipo de entretención que no llega a los niveles de élite de la sociedad, porque además de tener un estilo que les es ajeno, basa el núcleo de su atrayente realización en la crítica antagónica y en la diatriba contra estos mismos estamentos. Los leones han sido reemplazados por los rencores; y los gladiadores por los agravios y los resentimientos. Entonces, un nuevo pueblo engañado y embriagado por falsas promesas e ingenua ilusión, ha reemplazado a quienes, con exclusivo privilegio, podían asistir antes a aquel excluyente y casi aristocrático coliseo.

Mas, hay algo de irresponsable en estas nuevas diversiones; algo de pernicioso y de perverso. Ahora se entretiene con la mofa, la amenaza y el insulto; con la burla y la antagónica ridiculización; se “inspira” al pueblo con el odio, con el eslogan cansino que proclama esa religión del resentimiento. El propósito es escindir y desunir; ahora el método consiste en fabricar una distorsionada realidad inspirada en la presbicia del mórbido maniqueísmo que todo lo ve como bueno o como malo, como blanco o como negro. El triste sistema exhibe un producto que se vende fácil, que persuade y que convence. Sí, esa es su malévola condición: que engaña con sus falsas promesas, que abusa de la emoción popular para enardecer con resquemores, inconformidades y resentimientos.

Ese es el menú del nuevo circo: abominación aderezada de repugnancia; ojeriza condimentada con desprecio. Es entonces adecuado preguntarse: será que se puede crecer como nación con estos ingredientes del encono y la hostilidad, de la agria acrimonia y el infeccioso resentimiento? Es acaso, esta patria amasada en el barro putrefacto de la antipatía, la nación con proyección de futuro que realmente queremos? Es responsable promover y “hacer crecer” al país con esta dudosa levadura de rencores e impulsos malévolos?

Pero… en el mismo día que presencio aquel circo, disfruto de otro programa distinto diseñado para divertir. Se trata de otra cultura, de otro país; ellos hablan nuestro mismo idioma; exhiben la incipiente pero promisoria realidad artística de un pueblo que cree en la educación, en la promoción y en el estímulo que merecen los dueños del futuro de su país: la patria generosa y portentosa de los príncipes de la ilusión y de la ingenuidad, los ciudadanos del mañana, los que representan la esperanza de su nación: los más pequeños. Son equipos que compiten; en los que sus minúsculos artistas complementan el formidable valor artístico de sus menudos compañeros. Exhiben sus atributos, pero también aquellas lágrimas que identifican la solidaria ilusión. Es ese un programa simple que entretiene y que inspira; allí se compite con entusiasmo y con pasión, allí se fabrica aquel noble sentimiento de ser país, de ser una nación impulsada por la integración y no por el resentimiento.

Son pequeñines que aspiran a la fama y al reconocimiento. Forman equipos que transmiten su solidaridad, que proyectan un sentido de nación que los identifica como pueblo: son los “pequeños gigantes”. En el otro caso, está el gigante que aplasta con la inquina y la aversión, está el líder que medra con el rencor y la desunión. Un gigante que exhibe las argucias que lo convierten en pequeño. Es un ídolo de barro deleznable, un gigante de papel que, con sus mofas, antipatías y agravios, se refleja con esa sombra de mezquindad que condena a otros hombres a que ya nunca puedan crecer, a que se conviertan para siempre en pueblos atrofiados y amputados; en pueblos sin futuro que no acceden a la conciencia de su propio valor, que están conformados por seres mezquinos y… pequeños!

Va siendo hora de rescatar un sentido de nacionalidad, con ilusión, trabajo y esfuerzo; es perentorio un nuevo sentido comunitario, una nueva y generosa integración y, sobre todo, refundar una nación basada en el mutuo respeto!

Quito, Julio 27 de 2011
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