09 julio 2011

Sobre riscos, montañas y glaciares

Hay un himno a nuestra Fuerza Aérea; tengo que confesar que, de su letra, solo me había quedado a medias su primera estrofa; aquella de “compañeros del cóndor andino, aviadores del bravo Ecuador”; la misma que, de acuerdo a lo que me acordaba, hablaba de “sobre riscos, montañas y valles”. Pero no, no ha sido así la letra del sugestivo himno que más de una vez escuché entonar a mis colegas de profesión, aquellos que se hicieron pilotos en la Fuerza Aérea. Luego de consultarlo, me he topado con que la letra de esa breve primera estrofa, dice más bien: “sobre selvas, volcanes y mares, no hayan alas que vuelen mejor”.

Y esto, de los riscos y montañas, se me ha ocurrido a cuento de que estos dos últimos meses he estado volando sobre las sorprendentes montañas que comparten Canadá y Estados Unidos en la zona oriental de Alaska; que, para mi gusto, constituyen uno de los paisajes más admirables y portentosos que existen en el planeta. Yo, que soy reacio a utilizar la palabra “espectacular”, estoy persuadido que deben existir muy pocos paisajes en el mundo que puedan compararse por su inigualable belleza. El tener la oportunidad de sobrevolar estos riscos, farallones y glaciares es uno de los privilegios que le debo a la vida; y, sobre todo, a esta vida irreal y muchas veces mágica que es la de la aviación.

Yo mismo, que vengo de una tierra que está rodeada de nevados imponentes y de impredecibles volcanes, no tengo sino que reconocer la real magnificencia de los macizos cordilleranos que existen en otras latitudes. Y esta humilde auditoría puedo hacer pues he tenido la incomparable ventaja de hacerlo desde mi palco de privilegio, desde esa butaca de primerísima clase que es la cabina de un avión en vuelo. Así he podido arrobarme ante la majestuosidad de los Andes hacia el sur del Aconcagua; apreciar la prodigiosa variedad de los Alpes europeos, la sorprendente e inacabable ondulación de las montanas de Irán y la de esa majestuosidad que invita a la humildad, que es la grandiosidad de los Himalayas. Aun así, pocos paisajes nevados tienen la belleza que se puede admirar en los nevados de Alaska; y esto, por la presencia de sus alucinantes glaciares.

A simple vista, el glaciar se asemeja a una gran avenida de hielo en el lecho de los angostos valles que se han formado entre las montañas. Son como enormes y muy anchos ríos que se han ido cristalizando. Esta caprichosa compactación se produce cuando los deshielos del verano son menores a la acumulación de nieve producida en el invierno; la forma de la nieve acumulada sufre transformaciones debido a su peso y a la fuerza de la gravedad; y cuando el proceso de deshielo empieza, se van creando estos enormes lechos congelados que bajan en forma de gruesas serpentinas desde la parte superior de las montañas. En épocas como ésta, cuando se va acentuando el verano, los deshielos van dejando la huella de unas como vías medianeras que dan la impresión de que la naturaleza ha ido como dibujando con el afán de simetría que quiere tener el hombre. Estos trazos sorprendentes se conocen como “morenas” y constituyen las más caprichosas y admirables señales telúricas que puedan encontrarse en la madre naturaleza.

Sé muy bien que estos glaciares se encuentran también en otras latitudes; mas, en ninguna parte del planeta surgen con tanta ubicuidad como en las zonas polares. Es justamente en estas extremas latitudes que al desplazarse y llegar al mar, forman los enormes témpanos de hielo conocidos como “icebergs”. Lo cierto es que estos glaciares, o ríos congelados, ocultan en forma permanente lo que se encuentra en su lecho y solo se observa este como estático río, que solo cambia de espesor o se desplaza de acuerdo al ciclo perseverante de las estaciones.

Con este comentario no quiero desmerecer la belleza natural de nuestras montañas, que majestuosas e imponentes como son, no tienen la asombrosa belleza de los macizos cordilleranos. Hago este comentario porque muchas veces nos dejamos llevar por un excesivo e innecesario nacionalismo en la creencia de que poseemos los nevados más hermosos del universo. Y es que, aunque la belleza de nuestras montañas es incuestionable, no hace falta que las comparemos con las de otras latitudes y hemisferios, menos aun si no hemos tenido la oportunidad de conocerlas para estar en autoridad de emitir esos criterios. El nacionalismo, como todos los “ismos”, no siempre es saludable. Eso de creer que lo nuestro “siempre es mejor” no nos permite superarnos y, en muchos de los casos, no es ni siquiera cierto lo que afirmamos.

Mientras buscaba la letra del himno en referencia, para refrescar mi memoria con su auténtica letra, me he topado con un relato que menciona la visión de nuestros hermanos peruanos con respecto al conflicto del Cenepa, con lo que me doy cuenta, una vez más, cómo la historia puede tener siempre más de una óptica, de acuerdo a quien la escribe y a quien la interpreta; de cómo puede ser tan subjetivo el concepto y significado de palabras como “glorioso” y “enemigo”; pero, sobre todas las cosas, caigo en cuenta del grave mal que nos hacen los nacionalismos. Caigo en cuenta de lo perversas e innecesarias que resultan las luchas fratricidas. Cuánta culpa tienen nuestras guerras y acumulados rencores y prejuicios en la lamentable realidad de nuestros pueblos!

Las guerras son un trágico despropósito. Los hombres seguimos asesinando a otros hombres con el pretexto de Dios, de nuestras creencias o por motivos que pudieran ser superados con buena intención, diálogo y entendimiento mutuo. Pero hemos acudido a los conflictos bélicos para justificar muchas veces oscuros propósitos y perversas motivaciones. La paz debe ser como estos hermosos glaciares, que solo podemos apreciar todo el esplendor de su íntima belleza cuando se da el verano de los acuerdos y podemos aprovechar para apreciar su grandiosidad cuando no se acumula el hielo de los desencuentros, de los odios fratricidas y de las malas intenciones…

Chicago, 10 de Julio de 2011
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