08 septiembre 2011

Cuarenta y dos años después…

Cuando ese sábado por la tarde Gonzalo Ruales me llamó para proponerme que me fuera a Miami a realizar un curso de entrenamiento como aviador comercial, no me imaginé que sólo seis meses después ya regresaría convertido en un flamante piloto; tampoco que desde entonces ya pasarían a llamarme como “capitán” y que no me quedaría en los aviones solo los siete años, que proponía mi primer contrato; sino que esta nueva actividad constituiría mi profesión única y definitiva. Tampoco, además y lejos de lo que en ese tiempo pensé, que ese compromiso circunscribiría mis desplazamientos a los confines selváticos del oriente, sino que con esa decisión estaba comprando un tiquete de viaje que me llevaría por más de cuatro décadas alrededor del mundo.

Y así fue como llegué a Miami, en solo mi segundo vuelo internacional, cuatro semanas más tarde. Era ése el fin de semana largo del día del trabajo, que en Estados Unidos, no se celebra en mayo, sino el primer lunes de septiembre. Mi apoderado no había sido anunciado con anticipación de mi viaje; de modo que, cuando llegué, como se trataba de un fin de semana de vacaciones, él y su familia se habían ido a pasar a la playa. Por esas cosas que tiene la fortuna, él había regresado a su casa a entregar algún documento importante. Ahí, esa misma tarde, la de mi llegada, había encontrado el mensaje de mi inminente arribo y corrió a recibirme en el aeropuerto. Pienso ahora que fue en buena hora, porque yo ni hablaba inglés, ni creo que disponía tampoco de su número de teléfono…

En buena hora también, porque fui alojado, ese, mi primer fin de semana, en uno de los hoteles más exclusivos de Miami Beach, el Balmoral Hotel, avecinado al prestigioso Fontainebleau, cuyas playas compartía. Allí habría de quedarme hasta el lunes siguiente, cuando, luego de pernoctar en su casa, el señor John Espinoza se encargaría de conducirme a mi nueva escuela de aviación, Air Florida, en el enorme aeropuerto de Opa Locka. Era éste un aeródromo utilizado solo para entrenamiento. No hay en el mundo una fábrica más grande y de más intensa actividad para “hacer nuevos aviadores”!

No me tomó mucho descubrir que la famosa “escuela” era solo un negocio improvisado. Las clases debíamos compartir con muchachos que estudiaban en las escuelas vecinas, en instalaciones también improvisadas; los avioncitos no siempre estaban disponibles; los instructores tenían casi la misma experiencia que sus alumnos; y, las facilidades de alojamiento que me habían ofrecido eran inexistentes… Fui asignado a compartir “mi acomodación” con un chico alemán de pocas pulgas y de muchos y muy malos modales, que había conseguido un pequeño departamento en Hollywood, a una hora de la escuelita de mis nuevos y gratuitos sufrimientos. Así, dependía de sus caprichos para poder movilizarme!

No duré ni una semana en compañía de este individuo mezquino y despreciable. Pronto, su actitud y malas costumbres, me hicieron tomar la feliz decisión de independizarme. Fui a parar en un motel ubicado en la entrada del aeropuerto, aunque para llegar a la escuela tenía que realizar una caminata interminable. Calculo ahora que tuve que hacer ese recorrido, de quizás unos tres kilómetros, dos veces cada día en esa humedad tropical, bajo un sol siempre intenso e implacable. Una noche escuché unos ruidos extraños fuera de mi habitación: un grupo de morenos estaban dedicados a la infame tarea de romper la seguridad de la máquina de gaseosas, mientras quien estaba encargado de advertir a sus secuaces, blandía un enorme cuchillo que relucía en medio de la noche…

Pero, lo más frustrante de Opa Locka era el tránsito aéreo. Una infinidad de pequeñas avionetas hacían turno para el despegue, era una espera interminable. Cientos de muchachos inexpertos hacían sus prácticas en un espacio aéreo cada vez más restringido y saturado. Puedo auditar que casi veinte minutos, de cada hora que yo anotaría en mi bitácora personal, fue tiempo dedicado a la costosa e improductiva tarea de realizar solo el rodaje en tierra. Más de una vez pasó por mi cabeza la posibilidad de suspender esta absurda sinrazón y regresarme.

Un par de semanas después habría de sucederme una coincidencia afortunada. Me encontraba en plena tarea de aprovisionar de combustible a mi minúsculo aparato, cuando alguien de voz conocida, llamó a mis espaldas mi nombre. Se trataba de muchacho ecuatoriano, que hacía similar entrenamiento en una escuela de aviación localizada más el norte, en las cercanías de Cabo Cañaveral. No fue sino contarle mis cuitas y temores; y así, luego expresarle mi desilusión, él habría de ayudarme a encontrar una alternativa para mi incómoda situación.

Ese mismo momento decidí dejar el mal llamado centro de adiestramiento y correr a tomar mis pocas pertenencias para “volar”, literalmente, a lo que sería más tarde mi “alma mater”; me refiero a Flight Safety Academy, ubicada en Vero Beach. Flight Safety era una escuela de gran reputación; una de la que siempre me sentiré orgulloso de haber sido su alumno. “El mejor instrumento de seguridad en un avión, es un piloto bien entrenado”, rezaba la leyenda de su compromiso emblemático. Allá fui a volar, allí volé “solo” por primera vez, ahí me concedieron un crédito equivalente a solo siete horas por mis casi veinte “de carreteo”; allí me asignaron un solo instructor, se llamaba Jack Prindable; y también un solo avioncito, el mismo que habría de compartir con tres de mis compañeros: un monomotor de ala baja, el inolvidable N8794N, un Piper Cherokee 140.

Allí conocí, para mi sorpresa, a cuatro oficiales retirados de la fuerza aérea; hacían su curso para obtener la licencia americana de “piloto de transporte de aerolínea” y habían sido contratados por la misma compañía que se convertiría más tarde en mi primera experiencia internacional: Ecuatoriana de Aviación…

Chicago, 9 de septiembre de 2011
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