20 septiembre 2011

Demasiado tiempo fuera!

Tengo cuatro hijos. Son ellos mi bendición, mi orgullo y mi fortuna. Todos ellos son varones; y quizás sea ésta la única condición con que no quiso regalarme la vida: la posibilidad adicional de tener, como dicen los abuelos: “una hembrita”. En los nietos se ha mantenido esta tendencia; y por lo pronto, me encuentro en “stand-by”, o en expectativa, a la espera que pronto empecemos los abuelos a ver regados por la casa los testimonios de que por ahí corretea una niña, como sería alguna faldita, unos sartenes de juguete o una que otra muñequita… La vida ha querido que dos de esos hijos se hayan quedado fuera del país y en sitios que no quedan muy cerca. Los indicios apuntan a la probable certeza de que ya no regresarán a pasar el resto de sus días en la tierra en que nacieron; en esa patria que conocieron de niños, en ese país donde fueron a la escuela…

Sus padres venimos de familias numerosas; y para los actuales tiempos, eso de tener cuatro hijos no es un guarismo muy frecuente. Hace solo una generación, las parejas modernas empezaron a comprender de manera diferente toda esa responsabilidad que involucraba la paternidad; las condiciones sociales habían empezado a cambiar; la educación pasó de golpe a tener costos prohibitivos; el nuevo estilo de vida de la sociedad comenzó a dictar nuevas y diversas opciones, que llevaron a los futuros padres a reconsiderar el número de vástagos que habrían de traer al mundo, en base a un presupuesto racionalizado y a las exigencias que imponían esas nuevas formas de vida.

Cierto es que a veces, los padres nos “descuidábamos”… No de otra forma puede explicarse que quienes se terminaron llenando de hijos, no hayan sido, como fue nuestro caso, gente adinerada o caracterizada por un peculio opulento. En una época en que se acostumbraba culpar el exceso en el número de hijos procreados a la carencia del televisor, fueron justamente los pobres los que terminaron llenando su casa de hijos que no iban a esperar de la vida ninguna expectativa favorable, no se diga un mínimo y básico sustento.

Lo cierto es que cuando recién empezábamos a considerar las ventajas y conveniencias que podría promover la planificación familiar, ya habían sobre la alfombra cuatro pequeños mozalbetes, disputando la propiedad de sus triciclos, sus “transformers” y sus galácticos muñecos; y también, claro, la de unas piecitas de plástico que se las podía encontrar tanto en la sopa como en la sala de estar: tratábase de unos diminutos adminículos emparentados con la ubicuidad total, eran los multicolores y nunca suficientes “legos”… Si alguna ventaja pudo haber ofrecido, esta loca e inconsciente fecundidad, fue la siempre prometida, y nunca comprobada, que alguna vez nos habrían hecho: aquella de que las prendas de vestir irían quedando para cobijar a los más pequeños; pero nadie nos había advertido que los patrones de la moda cambiarían con la misma cotidiana frecuencia con que se producían sus retornos vespertinos desde el colegio!

Un día descubrimos que ahí no se terminaban las previsiones; que había algo más que alimentación y vestimenta; algo más que medicinas, goce de vacaciones y pago de pensiones. Descubrimos que los costos de la educación no cesaban ni siquiera con la culminación del colegio. Vino entonces esa etapa, hoy felizmente concluida, cuando los hijos dejaron en forma temporal su casa, para desarrollar las carreras profesionales por las que habían optado. Uno siguió la banca y las finanzas; otro escogió la hotelería; el último repitió aquel interés por la economía que había manifestado el primero, siguiendo, en su ausencia, a quien había optado por las entretenciones (en serio) y el comercio!

Dios habría de querer (debe haber sido Dios, porque me han contado que nadie más tiene presupuesto para otorgar semejantes préstamos), que todos habrían de tener oportunidad de salir a estudiar en prestigiosos y confiables centros de enseñanza superior y de instrucción especializada en el extranjero. Ese privilegio ha alimentado nuestra satisfacción y ha inflamado nuestro orgullo: el saber que ellos han cumplido con nuestra aspiración y con sus respectivos retos. Claro que la preparación para enfrentarse con las pruebas que nos da la vida no concluyen allí, pero sabemos que esto les otorgará seguridad para enfrentar y cumplir con satisfacción esas nuevas oportunidades y sus correspondientes requerimientos.

Todos ellos son diferentes; hacen sus respectivos trabajos con pasión y con gran sentido de responsabilidad y dedicación; buscan siempre una actividad adicional para disfrutar de la variedad y para mejorar sus respectivos ingresos. Pero, creo que hay algo que parece llamar a otros la atención, pues la gente con frecuencia me pregunta que, si ellos vieron desde niños los atractivos que tiene mi fascinante profesión, por qué es que no se hicieron ellos también aviadores y prefirieron escoger otras profesiones y se convirtieron luego en lo que se convirtieron.

“Por qué” me pregunta la gente, si la vida profesional de su padre les hizo conocer el mundo y les dio ese ilimitado y gratuito acceso a los desplazamientos hacia todos esos lugares que desde siempre les fueron familiares; si se acostumbraron a ciertas ventajas desde que ellos fueron pequeños… Y todo esto, que en cierto modo es solo accesorio y circunstancial, sin contar con el propio atractivo que representaría eso de “saber volar”, esa otra posibilidad que involucra un raro e indiscutible privilegio…

Antes yo también me hacía la misma pregunta, y me decía “por qué no se hacen pilotos?”; hasta que un día la respuesta me vino como una daga en el corazón, y vino de boca de uno de ellos. “Away too much, dad…”, fue su delicada y contundente respuesta… “Demasiado tiempo fuera…”, me dijo en inglés, sin dejarme posibilidad de apelación y dándome mucho para meditar. Eso me dijo uno de mis hijos inquietos…!

Anchorage, 19 de septiembre de 2011
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario