02 septiembre 2011

De la A, a la Zeta (cuento)

… “Desde ese día, en que me desahuciaron, casi no he salido de mi casa. Ya no tendría sentido tampoco, que yo vuelva al hospital; allí me dijeron que ya no tenían esperanza. Es curioso como los humanos, por compasión o por etiqueta, suelen utilizar las palabras; seguramente lo que quisieron decirme es que era yo el que ya no debía tener esperanzas de volverme a curar. Esto, lo del desahucio, ya me lo imaginaba, pues había muchos síntomas que confirmaban mis sospechas de que se había tornado en irremisible mi necia y persistente enfermedad. Desde que regresé de esa casa de asistencia, me ha afectado mucho esto del desahucio, pero más, mucho más, esta repentina y aislante soledad. 

Porque ahí en el hospital, de alguna manera, me sentía acompañado. Había en esa habitación otros cinco enfermos, que parecían estar más sanos que yo. Nos habían ubicado en la misma pieza, la 314, aunque no todos compartíamos la misma enfermedad. Allí aprendí el significado de muchos términos médicos, por las molestias y los malestares que tenían mis sufridos compañeros de hospital, allí fui aprendiendo cuáles son los síntomas por los que identifican a una u otra enfermedad. Todos sin embargo, parecían estar en mejor estado que yo. Eso me hacía sentir una especie de vergüenza, el estar menos sano. Me hacía sentir que los había defraudado, que no “había sacado la cara”, que les había hecho quedar mal a los demás ocupantes de mi pieza de hospital… 

Mientras merodeo por este diminuto departamento que yo llamo “mi casa”, pienso en cuánto tiempo es el que ya me queda, aunque no haya sentido, desde que me desahuciaron, que se haya agravado mi mal. Pienso en ella, en nuestra oportunidad perdida, en que ya son como quince años desde ese encuentro, y en que, desde aquel otro día, el de su resentimiento, ella ya no me ha vuelto a escribir, ni la he vuelto a encontrar. En parte, creo que fue mi culpa, no fui más explícito por no lastimarla; y ella, a su vez, se dejó ganar por ese torrente impetuoso del orgullo que llamamos dignidad. Recién nos habíamos vuelto a ver, después de tanto tiempo, no hacían falta las promesas; yo solo quería que fuéramos poco a poco reconociéndonos, apreciando nuestras virtudes y defectos, reconociendo y perdonando nuestra mutua fragilidad… 

Ahora, los dos estamos solos. Ella en esa casa, que nunca tuve oportunidad de conocer; yo en esta pieza adaptada para mis exiguas necesidades, en donde unos pocos muebles han reemplazado a los vecinos de habitación que antes tenía en la modesta sala del hospital general. Ella y yo estamos desahuciados; somos “vecinos de palabra”, una palabra extraña que al principio solo la había escuchado cuando me enviaban a hacer fila en el seguro social. Allí, haciendo cola, una señora embarazada que cargaba en su pecho a un recién nacido, y en sus espaldas el peso de su insufrible angustia, me explicó que “desahucio” era una especie de seguro que el estado otorgaba a quienes perdían su empleo en forma inesperada. El desahucio era entonces una ventaja, no era una fatalidad! 

Bien visto, habrían dos formas de desahucio: la de quienes se han quedado sin hacer nada; y la mía, la de los que ya no tenemos “nada que hacer”… Más tarde he descubierto que esto del desahucio, era también una providencia empleada por el arrendador, para despedir a su inquilino mediante una acción legal. Intuyo que es más bien por esto que dicen que estoy ahora desahuciado, porque puede decirse que me despidieron como inquilino transeúnte que yo era en el hospital. 

No sé si fue mi culpa, pero ella se hizo ilusiones, sin que yo le hubiera hecho ninguna promesa. Cuando yo advertí que las cosas se habían precipitado o que iban para mayores, preferí comentarle mi situación legal, y entonces prefirió reaccionar como si la hubiera engañado. En cierto modo, creo que fue preferible, porque se hubiera vuelto a quedar sola, si se juntaba conmigo y tenía que pasar por esto que ahora yo espero sin querer: el inminente desenlace de mi maligna enfermedad. Pero, en cambio, pudimos haber compartido, por lo menos estos últimos años, tantas y tantas ilusiones y cositas simples, que eso de compartirlas parece que es lo que otros llaman “felicidad”… Hoy, qué podría ya ofrecerle? Si, con la vida amenazada, ni siquiera sé cuándo mismo vendrá el guadañazo final… 

No sé donde vive, ni dispongo de su número telefónico. Me pidió que la llamase “Zeta”, porque intuyo que ella quería que después de ella, yo ya no pensaría en una distinta alternativa, en que yo pudiera conocer a alguien más. Desde ese día que me sinceré, dejó ya de escribirme y se negó a contestarme. No podría saber si es que enviudé o si me divorcié. No sé tampoco, si le importe que ahora solo soy un desahuciado, un hombre sin esperanza, un pobre diablo despedido de una institución asistencial. Me da pena que se quedaron tantas cosas sin decir, que se quedaron huérfanas tantas ilusiones y posibilidades, que no se tomaron tantos sinuosos y prometedores derroteros que juntos pudimos transitar! Ahora… esas encrucijadas quedaron para siempre desahuciadas, por mi falta de tino, por su orgullo, por esa incomprensible naturaleza de la condición humana que antepone, al simple disfrute, una ansia incontrolada de temporal seguridad. Si, al final de cuentas… todo, todo mismo, en esta vida es temporal! 

En cierto modo, me alegro que todo terminó. O, mejor dicho, que nada empezó, que no compartimos nada en todos estos años. Le hubiera puesto muy triste con esto de mi desahucio, le hubiera fastidiado con todas las limitaciones y achaques de esta, mi insidiosa, enfermedad terminal. Mas, ahora, no me preocupa ya eso de no tener posibilidad de curación; realmente lo que más me hace sufrir es su propio desahucio, la condena que ella misma se impuso a su propia soledad. Y no sé qué será peor, si estar condenado a perder la vida, o si estar condenado a la soledad… Solo espero que así como ya solo me quedan muy pocos meses de vida, a ella no le queden muchos de absurda, innecesaria e incomprensible soledad”… 

Shanghai, 2 de septiembre de 2011


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