22 agosto 2012

El tiempo que se escapa

El viaje acostumbrado a “la otra Casablanca” tiene su particular ceremonia. A la larga, este se convierte en entretenido, a pesar de lo prosaico y repetido. Casi siempre nos acompañan unos buenos amigos, quienes quedan encargados de venir a recogernos, para así cumplir el viaje en un solo vehículo. El cruce de la ciudad no cuenta -para propósitos de cronometraje-, hasta que advertimos que hemos dejado atrás el barrio de El Condado. Ahí es cuando el verdadero periplo empieza y cuando podemos sentir que la larga excursión ha comenzado.

Pronto la marcha se va haciendo más ágil. El paisaje revela su yerma sequedad y un camino sinuoso y zigzagueante sube entonces hacia un verde y diminuto valle asentado en el hundido lecho de un viejo y escondido cráter. Superados los breves escarceos de la cuesta, el carácter del panorama se convierte en una postal serrana de chacras y cultivos. Luego, el camino renueva sus devaneos y piruetas, para empujar de pronto hacia un paisaje húmedo y selvático. Si la fortuna se incorpora al paseo, los colores del proscenio dominan con el verde intransigente y el azul intenso del cielo; si ella es esquiva, una calina insidiosa ensombrece con su bruma, si no con la molicie del “pacheco”, una fastidiosa y persistente llovizna que va mimetizando la tonalidad de la floresta.

Superada la sección de los derrumbes, el paisaje se va haciendo más amigable y sereno. Pueblos y recintos insignificantes, aunque con nombres presumidos y rimbombantes, van quedando a la despreciada vera del camino. Es, cuando ya se ha descendido a niveles mucho más bajos, que el calor empieza a sentirse y es cuando la ausencia de templanza, más que la previsión, invitan al primer “tambo” en la quesería que de antemano ya se había escogido… Pocas leguas más abajo, una nueva parada se convierte en obligado y perentorio trámite: el choclo-mote con chicharrón se transforma en desayuno atrasado o en adelantado almuerzo. Es el ritual acordado, la gestión que la glotonería cumple con escrupuloso oficio!

Mas, esta suerte de “vía crucis al revés” no se complementa si no se realiza una estación ineludible: la “parada-para-comprar-la-fruta”; esta es una diligencia ineluctable, una irrevocable premisa… Habrá de pasar todavía un par de horas más, antes de divisar los requiebres ampulosos del río y las huellas que deja el céfiro sobre el mar, para decretar con alivio que se ha llegado a Casablanca…

Pero existe “otra” Casablanca; una de la que escuché hablar a mis capitanes en el lejano tiempo en que fui copiloto de TAO en el Oriente del Ecuador. Habían ellos pertenecido a una empresa a la que recordaban con nostalgia; aunque esta, fruto de la novelería, el dispendio y la desorganización, había colapsado; habría tenido entre sus planes una ruta transatlántica para ser operada con el Comet 4 o con el Convair 990, el avión comercial más rápido que entonces existía. El itinerario, en el papel, sonaba novedoso y lucrativo: Belem - Recife - Dakar - Casablanca - Madrid…  Un tributo al candor? O, un monumento a la ingenuidad? No hay duda que, como dicen, los dioses confunden a los hombres cuando quieren perderlos!

Mi tránsito hacia esta otra -la verdadera- Casablanca, representa un circuito novedoso y un peregrinaje distinto. El aparato inicia su ascenso con derrota hacia el nor-occidente, sobrevuela el Mar Rojo, cruza sobre Luxor y se encarama sobre la cuenca sorprendente del Nilo. Pronto quedan atrás las aristas de esas inmemoriales y enigmáticas pirámides, y pocos minutos más tarde el avión vuela sobre un tranquilo mar rodeado por tres continentes; apunta hacia el meridión de las islas helénicas, roza con su sombra la rugosa isla de Creta y pone proa hacia un altivo y encopetado territorio: la diminuta isla de Malta. A la diestra van quedando los talones de la bota italiana y la áspera costa siciliana. Es cuando, habiéndose satisfecho la inhibición del sobrevuelo libio, la nave vuela ahora con rumbo a la capital tunecina e inicia el trazado de una prolongada medialuna sobre las costas que alguna vez fueron disputadas por romanos y cartagineses, y más tarde consentidas por los vehementes árabes: el Magreb africano occidental.

Esta Casablanca poco tiene que ver con aquella otra de mis continuos viajes de placer con cuya nomenclatura se hermana. Aparte del calor y de la cercanía del mar, no ofrece identidad con aquel afluente barrio de la costa ecuatoriana. Es, en el mismo terminal aéreo, que aquella exclusión que el extranjero percibe en la península arábiga, de pronto se diluye y desaparece; y aunque las expresiones de la cultura y vestimenta islámica aún persisten aisladas, hay algo en el ambiente y en el mismo comportamiento de la gente, que proclama la insurgencia de unas formas de pensar y de vivir más abiertas, más tolerantes y renovadas.

Ciertos velos y túnicas aún subsisten. Solo que ahora, cual si se tratase de un bazar destinado al expendio de todas las conocidas especias, aquellos se mezclan con hombros desnudos, muslos provocativos e impúdicas “puperas”. Sorprende, al viajero, el ausente uso del idioma sajón; la gente favorece su propio idioma moro, el indígena berebere, y sobre todo el árabe dialectal, pero encuentra que en forma alternativa todavía se utiliza el francés por todas partes. Esta es una tierra que desde siempre soportó la codicia foránea, aun mucho tiempo después de que unos extranjeros la incorporaran a su imperio, utilizando el nombre de sus tribus para incluir en su lengua una palabra que significaba inculto (“bárbaro”) y para apellidar a estas acogedoras tierras con el nombre de Mauritania.

Es inevitable llegar a Casablanca y no pensar en la película del mismo nombre protagonizada por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman. En ella aparece un viejo Lockheed 12 Electra que porta aquel viejo emblema que distinguía a Air France, el ya olvidado caballito de mar. En ella también, el propietario de aquel salón nocturno -interpretado por el incorregible Bogart-, tiene que escoger, al igual que nos pasa tantas veces en la vida, entre el amor y la virtud, entre la nobleza y el idealismo, entre la pasión y el sacrificio, entre el deber y la nostalgia…

Por ello, cuando llego al lobby del hotel, me provoca pedirle al pianista -al igual que la actriz sueca lo hace en la película-, que vuelva a tocar aquella vieja melodía que el film habría de convertir en emblemática, aquella de "As time goes by", o “Mientras el tiempo se nos escapa”…

Casablanca, Marruecos, 22 de agosto de 2012
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