06 agosto 2012

Medina, sin el Medina

Esa mañana, cuando nuestro inspector nos reunió en el patio de la escuela, habría de informarnos que ese viernes ya no tendríamos que volver a clases por la tarde. Debo haber ingresado al aula exudando mi goce y alegría; y desde luego, propiciando una bulliciosa algarabía. Lo único que recuerdo es que el profesor me conminó a seguir el resto de la hora en condición de “plantonera”, parado junto a la tarima; y dispuso que, ese mediodía habría de quedarme, junto con los demás castigados de la clase, sometido a la tortura de escribir en un cuaderno de caligrafía mi ignominiosa falta; y habría de prometer que en esa falta ya jamás insistiría… Habría de copiar diez planas invocando el mismo mandamiento!

Cuando los demás condiscípulos se hubieron retirado, en aras de iniciar el disfrute del inesperado “asueto”, los pocos castigados que debíamos expiar nuestras condenables culpas fuimos instruidos a que ocupáramos los pupitres delanteros. Junto a mí habría de sentarse un mozalbete corpulento, harto charlatán y lenguaraz, de cabellos gruesos y ensortijados -de aquellos que nunca necesitaban peinarse-, quien sufría el discrimen empecinado de sus demás compañeros. Alguien había descubierto que escondía un delito imperdonable: su modesta madre, era dueña de una recoleta y poco provista tienda de esquina…

Mientras yo seguía escribiendo cien mil veces “no he de saltar en clase después del recreo”; y mientras una pronunciada hinchazón del dedo índice -culpa del inolvidable canutero- se me iba acentuando en forma evidente, escuché los susurros de mi colega de banca que ya estaba próximo a concluir su tarea expiatoria. Quería invitarme a que fuésemos a jugar en un “solar que quedaba vecino a su casa” una vez concluida nuestra ignominiosa tarea. El gárrulo provocador obedecía al apellido de Medina; su índole cotorrera habría de servir para conseguir el permiso, que habrían de concederme en casa, cuando volví de la escuela. Este muchacho  escondía, detrás de su díscola apariencia, un corazón magnánimo y generoso; poco había que raspar en su epidermis para comprobar que en él había más lugar para la bondad que para la rebeldía.

Cuando llegamos a su casa, descubrí que casi no había realmente “una casa”. En cuanto al solar prometido… solo habría de quedar una cancha -de esas de futbol barrial- árida, polvorienta y enorme, que estaba avecinada a la prosaica realidad de un modesto dispendio de abarrotes: aquel negocio que su madre atendía con cortesía. Desde esa tarde, yo habría de ganar un amigo, perder un prejuicio y alimentar una extraña rebeldía. Años más tarde, alguien habría de comentarme que “medina” quería decir en árabe, barrio antiguo, céntrico o de negocios… Me pareció una ironía que medina quisiera decir lo que mi comunicativo compañero habría querido ocultar: un lugar pletórico en comercios y tiendas de esquina…

Hasta que… hace pocos años adquirí un lugar de vacaciones, estaba ubicado en un conjunto al que habían bautizado con un nombre árabe y mediterráneo: lo conocían también con el nombre de “La Medina”.  Sin embargo, solo ha sido hasta hace pocos días que he cumplido con un nuevo designio de la fortuna: ir por primera vez a esa ciudad sagrada para los musulmanes: la auténtica Medina.

Llego a Medina una tarde calurosa y turbulenta, los cerros ubicados al meridión producen inestabilidad en un torbellino que gira con circuitos impertinentes y demenciales. Son cerros que dibujan un paisaje yermo y extraño; podría decirse que estos se asemejan a tabernáculos telúricos, exentos de arbustos y de pastos. Cuesta creer que este fue un día el lugar para refrescar con su oasis a las tribus nómadas y para abastecer sus dromedarios. Esta es la ciudad que diera asilo a Mahoma y a sus seguidores, cuando huyeron de la Meca -la hégira-; mas, como nada está exento de acrimonia, hoy se ha convertido en una ciudad restringida, renuente a albergar a quienes no comparten las creencias de sus habitantes.

Medina es la ciudad del profeta, la segunda ciudad sagrada del Islam -después de la Meca-; es donde justamente se encuentra enterrado Mahoma. Aquí reposan: Fátima, su hija; Omar, su suegro; y, también, Abu Bakar, quien fuera el primer califa. Aquí, muchos de los monumentos históricos han sido destruidos desde el siglo pasado, siguiendo la nueva política religiosa saudita, en el afán de evitar las manifestaciones de idolatría. Medina ha sido, por tradición, el hogar de las más antiguas como hermosas mezquitas. Su nombre quiere decir ciudad o ciudadela. La palabra vendría del arameo “medinta”, de idéntica significación.

Medina está avecinada a un cerro, al igual que el lugar donde estaba ubicada la morada del compañero que hoy recuerdo. Empero, a diferencia de la ciudadela donde una vez habría de jugar con mi antiguo condiscípulo, este es un lugar de carácter esotérico y proscrito. Quizá, un lugar exótico, hermético y mágico donde el pasaporte no sirve para ingresar, y ni siquiera para venir y orar… Un lugar que me hace recordar aquello de que “nunca he de saltar en clase luego del recreo”…

Jiddah, 6 de agosto de 2012
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