16 agosto 2012

Entre las lágrimas y el colirio

Leo en el periódico del Gringo -el más alegón de mis compañeros de “foursome”- que Dhaka, la capital de Bangladesh, se encontraría en el infame último puesto, en cuanto a índice de bienestar, entre las principales ciudades del mundo; esto, de acuerdo a un informe preparado por un organismo internacional. El análisis toma en cuenta diversos aspectos como: “estabilidad política y social, índice de delincuencia, infraestructura, salud, educación y estándares de cultura y medioambiente”. Me temo, sin embargo, que existe algo adicional; algo que es intangible e incuantificable, y que se encierra en la impresión del viajero, cuando vive por primera vez la confusa experiencia de visitar esta clase de ciudades.

Porque hay que haber estado en una megápolis como Chenai o Kolkata (antes Madrás y Calcuta) en la India, en Bangkok (Tailandia), o en la mencionada Dhaka, para tener un atisbo de los límites inferiores a los que puede llegar la abyección en la condición humana. Si usted, amigo lector, ha tenido el infortunio de hacer el trayecto entre el aeropuerto de Chenai y el lugar de su alojamiento, en esa ciudad, sabe a qué puedo estarme refiriendo… La gente ha decidido invadir con sus tiendas y carpas transeúntes todos los espacios disponibles de la vía pública, y se ha apoderado del espacio destinado a las veredas de las calles y avenidas. Como resultado, el observador puede ser testigo de todas las actividades humanas que pudiera imaginarse. Repito: todas, pero todas, las actividades!

Es un espectáculo que sobrecoge el alma, que obliga a ser más humilde, que -en cierto modo- nos hace agradecer que aún vivimos en ciudades como Quito o Guayaquil. Que nos persuade que, a pesar de nuestra intolerancia, impaciencia e inconformidad, no podemos siquiera imaginar en qué consiste un verdadero “atrancón” en el tránsito vehicular. Cuando se recorre un trayecto -como el de Dhaka- entre el terminal aéreo y el hotel donde me alojo, que no supera los diez kilómetros, en la dilatada cláusula de dos horas y media (!), en medio de la más surrealista y estridente utilización del claxon que uno jamás pudo haberse imaginado, comprende el real significado de la palabra “subdesarrollo”; y, sobre todo, el sórdido nivel a que pueden llegar el desorden y el desconcierto.

Existen, en ese trecho, construcciones inconclusas por todas partes; el guirigay se acentúa cuando se descubre que no funciona ninguna de las luces de tránsito; y el impaciente espectador llega al paroxismo cuando advierte que todos -léase todos, absolutamente todos- los conductores han optado por un lenguaje caótico y sonoro: no pueden adelantar más de cinco metros sin utilizar la bocina, como si esto fuese parte de un mensaje general que quizá quiera decir: “yo también estoy aquí”, o talvez “denme paso, que ya llegué”. Es un ruido absurdo y demencial. Y, quien no está acostumbrado termina por meditar si esta forma de “organización” no ha merecido ya un método de estudio o, al menos, una necesaria reflexión!

Sin embargo, es el testimonio del drama humano, el que más aliena y exaspera. Esa presencia de las más inimaginables condiciones de salud, deformación física, mendicidad y envilecimiento… Si usted, querido lector, nunca vio una película que se denominó “Perro mundo”, o jamás ha visitado un leprocomio, o tampoco ha visto a un ser humano afligido por una horrorosa tumoración o deformación, simplemente no sabe qué quiero decir con esto… Son inevitables visiones, que estremecen, turban y llevan a las lágrimas. Aquí no hay colirio que valga; se queda irritada y resentida para siempre el alma; uno aprende por primera vez, y para siempre, el sentido que puede tener la palabra “desgracia”; y, al mismo tiempo, el que puede tener ese ejercicio tan poco usado: el de la gratitud…

Bangladesh quiere decir “tierra de los banglas”; o, si se prefiere, tierra de los “bengalíes”, un pueblo asentado en la región más septentrional de la Bahía de Bengala, en la vecindad del más importante delta fluvial existente en el mundo: el Ganges Brahmaputra. Dhaka (antes se deletreaba Dacca), la capital, es una de las diez ciudades más habitadas que existen en el mundo; allí viven más de diez millones de personas. Se hace difícil considerar que en un país equivalente a la mitad de tamaño del Ecuador, puedan vivir dos tercios de la población total que existe en los Estados Unidos!

Bangladesh es una tierra afectada por los torrenciales monzones, constituye lo que hasta 1971 se conocía -luego de su separación de la India- como Pakistán Oriental. Este es un país enteramente musulmán, a diferencia de la vecina India. Aquí, las mujeres visten unos primorosos y coloridos saris; y algunos varones, en especial los de cierto nivel social, una larga falda alternativa, llamada “lungui”.

Cuando el viajero se moviliza a través de Dhaka, se deja conmover por una confusión estremecedora e inextricable; es un paisaje humano que invita a la reflexión, a la caridad y al compromiso. Entiende que aquel “mal de muchos, consuelo de pocos” debería ceder paso a un “mal de muchos, compromiso de todos”… No he visto aquí hermosos tigres de Bengala; pero he visto muchos, muchísimos discapacitados y pordioseros. Tantos que dan ganas de llorar. He pensado que hay que inventar para esas lágrimas, las lágrimas del alma, una nueva y más humana forma de colirio, uno fabricado con un ingrediente básico: un fármaco conocido con el extravagante nombre de “solidaridad”!

Dhaka, 16 de agosto de 2012
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario