07 mayo 2013

Para evitar las arrugas...

Desde muy niño creí advertir que había uno como mensaje oculto, una suerte de significado subrepticio y secreto que parecía estar contenido en ciertos nombres y palabras… O, por lo menos, creo que accedí al extraño convencimiento de que ciertos vocablos ejercían un repentino y curioso sortilegio: nos impelían a evocar episodios que no tenían la apariencia de estar emparentados y nos invitaban a recordar circunstancias que no parecían estar relacionadas con su significado.

Esto me habría pasado la primera vez que, en un paseo familiar, fui a conocer el lago de San Pablo. Intuyo que a pesar de mi corta edad, y debido a mi incipiente formación religiosa, ya relacionaba entre sí los nombres de los más conspicuos representantes del santoral cristiano: los apóstoles San Pedro y San Pablo. Y, así como habría relacionado el nombre del primero con la voz “piedra”, parece que por un motivo que no logro explicar, ya asociaba la palabra “tabla” con el nombre del discípulo que habría escuchado esa voz misteriosa en el camino de Damasco...

¿Por qué relacioné, en forma prematura, con unas tablas o con unos elementos de madera al insigne converso que obedecía al nombre de Saulo? Sugiero que tal vez tuvo que ver con mis primeras impresiones de aquel casi olvidado paseo a la laguna andina. Debí haberme impresionado por el reflejo del retaceado cerro -el “taita” Imbabura- sobre las aguas del lago, visto desde el borde cenagoso de las marismas; pero lo que con seguridad espoleó mi imaginación fue aquel agreste paisaje de totoras donde las barcazas parecían merodear sin prisa en medio del disperso pajonal de los marjales.

Pero, quizás pudo haber algo más… Y quizá fueron aquellas precarias dársenas entabladas que asomaban en forma ocasional en el borde mismo del estanque; aquellas estructuras que servían de pasadizo de acceso a los esporádicos bares y lugares turísticos que ofrecían sus productos y viandas. Esos tablados estaban sustentados en frágiles pilotes de eucalipto y sus duelas artesanales mostraban hendijas considerables por las que era fácil observar las aguas subyacentes y aun los abundantes peces que ávidos se desplazaban buscando su alimento.

Nada debió sorprenderme tanto, sin embargo, como haber sido acompañado a uno de aquellos aislados rincones que fungían de “servicios higiénicos”, donde la loza del sanitario había sido instalada sobre la propincuidad de las aguas y por encima del nivel donde traviesa pululaba una infinidad de peces multicolores… Por ello quizá cuando hoy escucho el nombre de San Pablo, pienso en esos “retretes con paisaje inferior”, o en aquellas letrinas cuya improvisación habría obedecido a fortuitas circunstancias… Y supongo que las habría utilizado no sin cierta desconfianza: alguien me habría advertido que debía tener cuidado con los peces de mayor tamaño que saltaban para picar a los desprevenidos forasteros…

Ah, las palabras con sus recados y los vocablos con sus mensajes! Más tarde habría de asociar -y quizás por similares motivos- el nombre propio de Esmeralda (la esposa de uno de mis tíos) con las alhajas y los zarcillos; y otro nombre, el infrecuente de Zelandía, no con el de un país ignoto y lejano, sino con la imagen de una elegante mujer costeña de vestir desinhibido que venía a visitar a la abuela ciertas frías tardes de sábado. Sus pródigas carteras siempre habrían de coincidir con el color del nutrido repertorio de su inagotable muestrario de calzado.

Alguna vez exhibió un modelo de calcañares transparentes que insinuaba una sensual desnudez; fue la misma tarde que le confesó a la abuela que ella hacía un esfuerzo para no reírse jamás… Había descubierto el secreto de la juventud: que el cutis de las personas se arrugaba con el rictus que los rostros adquirían al ceder al impulso irresistible de celebrar el humor con un gesto de sonrisa… Ella evitaba el festejo del ingenio ajeno por un motivo parecido al que alguna vez apuró mis aprehensivas y fugaces visitas a los modestos orinales del lago de San Pablo…

Quito, 7 de mayo de 2013
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