09 mayo 2013

Mudanza de un paisaje

Hacia mediados del año setenta y dos, la Dirección de Aviación Civil -fungiendo quizá sin intención de “tribunal de litigios laborales” -aunque debido a mi edad, bien pudiera insinuarse que de “tribunal de menores” - decidió en forma harto severa, y un tanto intempestiva, adelantar mis vacaciones… En realidad, debería decirse que “en uso de su autoridad y en nombre de la ley” decretó que, debido a un exceso de horas que se había detectado en mi actividad de vuelo, suspendía las prerrogativas de mi credencial y determinaba que debía acogerme, en forma inmediata, a goce indefinido de licencia. La medida equivalía para mí, en cierto modo, al ejercicio postergado de unas vacaciones que aún no había utilizado…

La resolución era la consecuencia de una situación particular que se había presentado en la empresa para la que yo entonces trabajaba: la compañía había venido arrastrando durante esos meses una carencia prolongada de pilotos. La medida venía, por lo mismo a agravar dicha condición empresarial. En cuanto a mi situación personal, equivalía a que entrara a disfrutar de unas semanas de “merecido descanso” que no las había pedido, ni tampoco programado. Debía, por lo mismo, tratar de improvisar unas prolongadas vacaciones en solitario.

Por esos mismos días yo había empezado a hacer alarde (cuándo no!) de un auto de aspecto deportivo y egoísta espacio interior que recién había adquirido. Decidí, por lo mismo y en vista de que nadie estuvo en condición de ofrecerme compañía, realizar un pequeño viaje de descanso a unas playas que entonces empezaban a publicitarse. Yo no había ido jamás al norte del litoral y esta me parecía una adecuada oportunidad para explorar esos parajes. Así fue como, una vez que la disposición administrativa se confirmó como inapelable, fui a casa, recogí unos pocos bártulos y emprendí ese imprevisto viaje a Atacames.

No había por entonces la carretera del nor-occidente vía Nanegalito, Los Bancos y Puerto Quito. El viaje solo podía hacerse a través de Santo Domingo utilizando la vía de Alóag y Tandapi, conocida como de Tata-tambo. Una vez que se llegaba a Esmeraldas, terminaba el pavimento y lo único que existía era un camino de uso semipúblico que podía utilizarse casi exclusivamente en el verano. Se trataba de un sendero sinuoso y mal empedrado, cuya principal característica eran aquellos portones alambrados que interrumpían el trayecto de tramo en tramo.

No existía alternativa, para el conductor, que la de detener su vehículo, acercarse a desenganchar y abrir esas portezuelas, movilizar el coche a través del portón, parar nuevamente el auto, y regresar a dejar la puerta en su anterior situación. Sin embargo, debido a las lluvias irregulares el camino no siempre exhibía un buen estado. No era recomendado, por lo mismo, transitar esa precaria carretera sin conocer previamente su real condición o sin disponer del vehículo apropiado.

Unas tres horas luego de haber dejado Esmeraldas, llegué sin contratiempo a mi destino programado. La playa de Atacames constituía una especie de alargada península que estaba separada, por medio de un angosto estero, de aquel su indigente y descuidado poblado. Unos pocos bohíos y cabañas cubiertas en forma incipiente reflejaban el embrionario esfuerzo turístico y las pobres y aisladas iniciativas empresariales de un lugar que había sido favorecido por aquellas playas hermosas e interminables. Era un rincón que, por su propia naturaleza y por la falta de infraestructura, estaba condenado al olvido gran parte del año.

Atacames era entonces un lugar tranquilo y alejado. Cuando los necios mosquitos vinieron aquella misma tarde a darme su acostumbrada bienvenida, enseguida me lancé al mar a disfrutar del océano y de su incesante jugueteo. Al apreciar el solitario paraje, nunca me hubiese imaginado del desarrollo inusitado que esa y otras playas cercanas habrían de tener tan solo unas pocas décadas más tarde.

Quito, mayo 10 de 2013
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