06 mayo 2013

Mi reino, el de otro mundo

Pienso que probablemente existan muy pocos privilegios más gratificantes en la vida que el de poder dedicar nuestro tiempo a una actividad que nos apasione y satisfaga; y que, al hacerlo, logre llenarnos de un alto nivel de realización. Mayor será el sentido de plenitud cuando hayamos llegado a una cierta edad y -a pesar de nuestros años-, todavía nos esté permitido el ejercicio de aquella actividad, cuando ya hayamos adquirido un cierto grado de experiencia y de destreza para realizar esa prolongada ejecución… Eso es, realmente, para agradecerle a la vida!

Creo que este tipo de reflexión es válido para toda forma de actividad humana, trátese de un entretenimiento, de alguna forma de arte, de un oficio o profesión. No se me ocurre qué puede ofrecernos más satisfacciones que efectuar algo que nos gusta, que nos llena de satisfacciones y poderlo ejercitar con laboriosidad, con celo por su exactitud, con el placer de hacerlo con pericia y dedicación.

Sabido es que existen muchas formas de realizar una tarea; conocido es aquello -recogido en la expresión inglesa-, de que hay muchas maneras de “despellejar al gato” (“there are many ways to skin the cat”). Empero, siento que hay una sola forma de realizarlo con refinamiento y excelencia; solo hay una forma de hacerlo tan bien; que, a su vez, supere -de un modo u otro- a todas las demás.

¿Cómo aprendemos a hacerlo? Y, lo que resulta más importante: ¿cómo es que aprendemos a distinguir esa óptima manera? Pienso que por medio de múltiples estrategias: por medio del aprendizaje; gracias al estudio o la lectura; como resultado de meditar en nuestros errores y fracasos; observando a los que saben hacerlo con maestría y eficiencia. Nada es tan importante, sin embargo, como el no sabernos contentar con lo que parece “suficientemente bueno” pero que no consigue la perfección. Nada nos aleja tanto de la excelencia como cuando nos dejamos avasallar por la complacencia y transigimos ante la mediocridad.

Esto quizá sea lo que desde temprano aprendemos en la actividad aeronáutica: esa búsqueda, y la posterior ejecución, de aquella “mejor manera” para efectuar con elegancia y alto sentido de eficiencia nuestro delicado y humilde quehacer. Hubo una etapa para observar y aprender de los otros, de aquellos que mejor lo hacían; una para dedicar nuestro tiempo al estudio e introducirnos en los elementos de su materia y concepción técnica; otra para tener la oportunidad de la práctica dirigida y el repetido ejercicio; otra para recibir consejo y orientación. Esto nos fue dando la oportunidad para cotejar lo ideal con lo que ya hacíamos. Nos fue entregando, cada vez, nuevos secretos para dominarlo y hacerlo mejor.

Es probable que no todos estemos dotados de una especial capacidad de discernimiento, aquella que nos permite distinguir entre lo que parece que “ya está bien hecho” y esa única forma de hacerlo con absoluta satisfacción. Visto de este modo, sin esa capacidad de autocrítica el resultado pudiera parecernos el mismo y no estaríamos en capacidad de saber evaluar por qué es que el otro método -el que otros emplean o se nos sugiere- es más ventajoso y superior.

La aviación me sigue regalando a mis años -que bien sé que serán los postreros para realizar su mágico ejercicio- la renovada oportunidad de seguir intentando la práctica de la excelencia; para seguir aprendiendo de los que me acompañan o me asisten. También, para seguirles insinuando que existen otras alternativas; para seguirles transmitiendo lo que yo alguna vez aprendí de los otros; de lo que me fueron enseñando mis propios errores, o las dificultades y contratiempos. Así fue que aprendí, allá arriba en el cielo, que nuestro reino -el de los aviadores- “no era un reino de este mundo”, y que a él solo se accedía a través de los senderos del escrúpulo, de los peldaños del empeño y de las puertas de la obstinación…

Casablanca, la nuestra, 3 de mayo de 2013
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