11 septiembre 2013

Cuarenta años después

Fui por primera vez a Chile hace casi cuarenta años. Era yo entonces un bisoño copiloto de la desaparecida Ecuatoriana. Eran los primeros meses del gobierno de Pinochet, etapa signada aún por la inflación y el desempleo. Era Santiago, por aquellos días, una ciudad pálida y sin alegría, carente de luces de neón y anuncios comerciales, donde parecía que la gente vivía callada y que caminaba en forma apresurada. En la hora de penumbra, los taciturnos chilenos trataban de eludir la inminencia del toque de queda. Una melancolía ineluctable rondaba por doquier.

Y es que ese parece ser el signo de las dictaduras, que dejan además la sensación de que no se justifica su real necesidad. Existen algunos factores que invitan a cuestionarlas: su espuria legitimidad, sus métodos crueles y arteros, la profunda y lacerante división que crean en la sociedad. Además, la inevitable polarización va creando un grupo afín al poder que se convierte en detentador de los favores y que medra de unos exclusivos privilegios (esos regímenes exacerban algo que la “lealtad al proyecto” también se promueve en ciertas falsas democracias).

Las dictaduras nos obligan a reflexionar tanto en la ficción que suele imponer la política, cuanto en el irrespeto a las libertades fundamentales. Y en que esas aberraciones no siempre son atributos exclusivos de esas formas de gobierno. Ellas nos remiten a meditar, con pavor, en las consecuencias de que exista una visión única, que es la impronta inocultable del totalitarismo: aquella del individuo convertido en artilugio, en mero instrumento de una idea… y de una idea excluyente, por lo demás!

Fue aquella una época muy triste para la vida institucional y para la historia de la nación chilena. Una época cuya ignominia no pudieron ocultar ni el pretexto de la transición democrática, ni la prosperidad que más tarde disfrutaría Chile (¿de qué serviría ésta si se habría de lamentar por unas familias incompletas o por el incierto destino de unos desaparecidos?). Más tarde, la definitiva transición habría de durar otros diez años, desde cuando Pinochet perdiera el plebiscito con el que se proponía asegurar su continuidad. Mas, a pesar de la negativa ciudadana, no se produjo su abandono definitivo del ejército, en el que continuó como comandante general; ni del poder, ya que insistió en continuar como senador vitalicio. Siempre flotó en el aire la sospecha de que lo hacía para cuidar sus espaldas y para continuar disfrutando de ciertas prebendas y privilegios.

Al recordar el inicio de esa triste dictadura, no se puede dejar de meditar en sus torpes abusos y en su estilo intolerante; y en esa condición, en la cual, a los que piensan diferente se los identifica como una "caterva de mentirosos, amargados, sinvergüenzas y mediocres"… En donde los que califican se convierten en únicos y autorizados "insultadores"; para estos, sus detractores constituyen un deforme símbolo de lo malvado y lo abyecto. O en nada más que lo que, para su estrecha visión, resulta lo mismo: en sórdidos representantes de la "miseria humana"...

A veces me preguntan que qué mismo soy; si hombre de izquierda o de derecha. Quizá se presuma que, dado mi estilo de vida, he de ser de derecha... Pienso que, si considero como válida la prioridad de la búsqueda del bienestar y del derecho a la iniciativa privada, pueden ubicarme como a un hombre de derecha. Más, si juzgo como inalienable el derecho que tenemos a la propia individualidad, al necesario fortalecimiento de un espíritu crítico y a la inalienable lucha contra todo tipo de opresión, soy más bien un hombre de izquierda. ¿De izquierda o de derecha? Qué más da! Pienso que jamás pueden sacrificarse las libertades del hombre, ni aun a pretexto de hacer prevalecer la justicia. Es que, no puede haber justicia -no la hay, punto-, si no se saben respetar las libertades individuales.

Quito, 11 de septiembre de 2013

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