05 septiembre 2013

De la primavera aushiri

Cuando hacia finales del 2010 un joven ciudadano tunecino decidiera inmolarse, en símbolo de inconformidad, al más puro estilo bonzo, no habría de imaginarse que su pirotécnica decisión sería realmente como una llama que, cual reguero, habría de afectar no solo a los países africanos del norte y del llamado mundo árabe (fue el inició justamente de la denominada “primavera árabe”), sino que se expandiría, como una forma de impugnación, por todos los rincones del orbe.

¿Por qué reaccionaron en forma tan similar todos esos hombres provenientes de tan diversa latitud? Parece que existieron causas o motivos que los identificaban: todos ellos se enfrentaban y mostraban su desacuerdo ante situaciones políticas similares. En todos esos países se habían enquistado regímenes autoritarios que eran liderados por intolerantes gobernantes que tenían carácter omnímodo; era evidente que se habían producido situaciones de abuso y de grave injusticia; y era también incontrastable que en tales países se habían encumbrado camarillas de corifeos, cercanos al poder, que gozaban de infames sinecuras y canonjías.

Habiéndose regado ese combustible por doquier, no era difícil que ese fuego se contagiase sin ninguna forma de control. Eso sucedió justamente con los vecinos países árabes: Egipto, Libia y Siria habrían pronto de seguir el ejemplo y, aunque fueron procesos de inconclusa -e incluso contradictoria- resolución, han servido para demostrarle al mundo del nuevo ímpetu que han cobrado las expresiones de quienes antes parecían tan indolentes, apáticos y conformes. Había surgido de pronto una forma de primavera, sin importar la estación, ni tampoco la latitud…

Todo parecería indicar que en nuestro país también se ha expresado, y en pleno verano, una forma de este tipo de intransigencia; y es un fenómeno que, aunque pueda estar acicateado por la inconformidad con una forma de hacer política, se ha presentado más bien por un motivo bastante distinto: es el desacuerdo, de un importante sector de la ciudadanía, con la decisión del gobierno de explotar los recursos naturales de un sector al que anteriormente se había comprometido a proteger y a preservar: el campo conocido con el nombre de Yasuní ITT.

El rechazo o renuencia de este sector ciudadano no solo obedece a la evidente inconsistencia de la política estatal -aupada probablemente por consideraciones de carácter presupuestario y compromisos externos-, sino además por el celo a que se afecte la biodiversidad de la zona, amén de que en este mismo sector se encuentran afincados diversos grupos étnicos a los que en forma eufemística se ha dado en llamar “pueblos no contactados”. La verdad es, sin embargo, que con muchos de esos pueblos aislados la civilización ya ha tenido contacto, tanto como por cuatro siglos (de acuerdo con Rolf Blomberg, probablemente desde 1605).

Los aucas (la voz “auca”, en lengua jíbara, solo significa “hombre desnudo”), que también se conocen como huaoranis o aushiris, constituyen una serie de diversas etnias que probablemente estén emparentadas -si no por su lengua, por sus ancestrales costumbres-. Ellos han venido soportando un continuo e incesante proceso de acoso e invasión, producido por formas equivocadas de pacificación; por culpa de la ambición de los caucheros de los siglos pasados; o como secuela de los procesos de prospección y explotación petrolera. E incluso, aunque quizá en menor medida, por los constantes y persistentes empeños misionales.

Resulta curioso que esa zona anteriormente preservada, y ahora en discusión, tenga en el mapa la extraña forma de una C invertida, o como la de una fauces dispuestas a atenazar por detrás… Por ahora se antoja sospechoso que aquello que hasta hace tan solo unas pocas semanas parecía la proclama emblemática de un proyecto ecológico y político, se haya convertido -de golpe- en un aparente obstáculo para las propias propuestas socio-económicas de sus promotores.

Quito, 5 de septiembre de 2013
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