14 noviembre 2013

De martingalas y bullicios

Hay palabras que nos seducen por esa música intrínseca que las proclama; son palabras que, más allá de su natural significado, parecen insinuar algo mágico, algo que trasciende su semántica, su acordado sentido. Si nos preguntasen cuál nos parece la palabra más atractiva de nuestro idioma, luego de mucho dudar, lo más factible es que nos decidiésemos por una con una cierta musicalidad, con un sonido cantarín, insinuador y sugestivo. Lo curioso es, como a veces me pasa, que a veces nos inclinamos a utilizarlas con un sentido que no siempre es el legítimo.

Una de esas voces -y una que consta entre las que yo prefiero- es “martingala”, la misma que no me provoca usarla atendiendo al significado de ardid o de astucia que le asigna la Academia, pero en el sentido de instrumento o artilugio, que eso es lo que es un artificio. Mas, sucede que la autoridad de la lengua condena a la hermosa palabra a un sentido más bien vergonzante y peyorativo. Efectivamente, esa es la primera acepción que le otorga el diccionario: “Artificio o astucia para engañar a alguien, o para otro fin”… Estoy persuadido que un artificio que se usa para cualquier “otra” finalidad no tiene por fuerza que ser engañoso o negativo.

En inglés, martingala o “martingale” puede tener varios significados. Uno de ellos es aquel dispositivo de seguridad que tienen las riendas hípicas para evitar que cabeceen los caballos; y también es el nombre que se da a los collares que sirven para instalar las correas con que se sujeta a las mascotas y otros animales. Y es así como a mí me gusta usar el término: con el sentido de aparato o dispositivo. Reconozco, por lo mismo, que pueda pecar de arbitrario, usando como si fuese un recurso, y como una “martingala lingüística”, este tan flexible sustantivo. La martingala es además un sistema de apuesta que se utiliza en el juego de ruleta.

Hay otra definición que ofrece el diccionario de la RAE para este término: “cada una de las calzas que llevaban los hombres de armas debajo de los quijotes” (sic). Y encuentro, además, que “quijote” viene del catalán “cuixot”, y este del latín “coxa”, que quiere decir -a su vez- cadera y que se define como: “pieza del arnés destinada a cubrir el muslo”; o también, “en el cuarto trasero de las caballerías, parte comprendida entre el cuadril y el corvejón”. Aquí podría seguir con las definiciones de cuadril y corvejón hasta llegar al infinito. Es decir: ad nauseam!

¿A qué viene toda esta disquisición, acerca de “mi” martingala? Pues que hoy me encuentro en Dhaka, la capital del Bangladesh; y el ruido de las bocinas, pitos o cláxones, me despierta y no me deja dormir. Mi reloj solo marca que son apenas las cinco de la madrugada… Abajo, en la congestionada vía avecinada al edificio de mi hotel, todos los vehículos parecen participar en esta demencial y acordada sinfonía… Es su manera de proclamar su identidad, de decirle al mundo “abran paso que ya llegué”, “retírense de mi vía”… Es el fiel reflejo de una sociedad que todavía no vislumbró la utilidad de los semáforos, en donde el ruido estentóreo se convierte en advertencia y dispositivo de seguridad, donde pitar es una forma intangible de empujar: quizá es su forma de desahogo, su martingala privativa…

Es hora también de que yo busque mi escondido y artificioso dispositivo. Es hora de localizar el artilugio que me sirve de tarde en tarde (o, como en este caso, de madrugada en madrugada) para aislarme y protegerme del ruido esquizofrénico que soporta esta caótica ciudad que, a mi juicio, ha de ser la urbe con el tránsito más bullicioso que pueda encontrar el hombre sobre la faz de la tierra. Es hora de ajustarme mis dispositivos de supresión de ruido; ellos constituyen mi único método y argucia para engañarle al sonido. Es hora de reiniciar mi interrumpida y reparadora duermevela… de ajustarme mi mágica y auditiva martingala!

Ahhhhhh… A veces creo que “alivio” debería escribirse con hache intermedia!

Dhaka, Bangladesh
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