05 noviembre 2013

La democracia descarriada

“Una democracia en la cual la mayoría ejerce sus poderes sin restricción puede ser tan tiránica como una dictadura. Como hay una tendencia natural, en quienes ostentan el poder, a ejercitarlo con exceso, es una salvaguarda de la tiranía el que haya instituciones y organismos que posean, en la práctica o en la teoría, una cierta independencia”. Bertrand Russell.

Playa de Stanley, otra vez. Ahí, frente al azogue del océano, sintiendo ese oblicuo resplandor que se genera hacia el final de la tarde, ese que sólo es interrumpido por los escarceos que van dejando las embarcaciones, me pongo a meditar en nuestro país, en su curiosa forma de democracia… Y pienso, con el autor de esos pensamientos que he colocado en el epígrafe, que no hay duda que la democracia sea la mejor forma de gobierno que pueda existir, pero que esta puede descarriarse…

Allí, en Stanley, cedo a la reflexión, me siento como acompañado por la soledad, y siento como a veces uno tiene una sensación de cercanía, a pesar de la distancia. Es esa tal vez la fuerza contradictoria que suele tener la nostalgia, pues a veces la distancia nos permite elucidar con mejor objetividad y coherencia. Esa sensación es similar a la experiencia de quien observa desde fuera de los cristales y mira bailar a las personas que parecen divertirse en una fiesta. Mas, el observador los mira sin escuchar la música que anima sus movimientos y no atina a interpretar sus caprichosas -y, para él, un tanto absurdas- dinámicas y cadencias.

En los tiempos que colaboré como dirigente sindical y cuando alguna vez se pidió mi modesto aporte para integrar la instancia administrativa de la entidad donde se educaron mis hijos, ocasionalmente pude ser testigo de esa incomprensible tendencia: que la mayoría actuaba sin considerar ni la situación ni los puntos de vista de quienes conformaban la transitoria minoría; esto nunca dejó de confundirme pues creía que esas minorías debían tener, si no similares, por lo menos proporcionales oportunidades para expresar sus inquietudes; aunque, claro, ya en las decisiones su postura hubiese de tener una menor incidencia.

En toda sociedad es inevitable que existan controversias; pero, cuando estas existen, es imprescindible que se expresen las opiniones contrapuestas. No es democrático ni productivo privar a la sociedad de ese provechoso beneficio. Esa es justamente la característica de la democracia liberal: que esas controversias y disputas se resuelven por la discusión, la transigencia y los compromisos. Una sociedad en donde no existe el debate y se desdeña el criterio opositor pronto exacerba los malestares y se convierte en terreno fértil para díscolos y sediciosos descontentos. Lo malo de aquella postura es que desprecia la razón y al favorecer al dogma se permite que campeen la ignorancia, la intolerancia y el prejuicio.

La absurda condición que afectó por más de cien años a Europa por culpa de las guerras de religión, tuvo como contrapartida y consecuencia el surgimiento de una generación de hombres sensatos que supieron entender que era factible que ambos bandos pudiesen estar equivocados. Solo esta actitud dio paso a una era de tolerancia y definitivo progreso. Es valioso comprender que cuando se abusa de la democracia pronto interviene la histeria colectiva. Ahí se juntan en travieso maridaje la estupidez de los de abajo y las canonjías de los pocos de arriba. Bien se sabe que la llamada sabiduría colectiva nunca es un buen sustituto de la razón y de los buenos argumentos que puedan respaldar o a los que puedan propender los individuos.

No veo con optimismo lo que está pasando en nuestro país, siento que se vive una realidad incierta y un tanto postiza; es una especie de sombra macilenta, a medio camino entre los privilegios de unos pocos y la complicidad silenciosa de una medrosa mayoría, a medio camino entre la connivencia y la gazmoñería.

Stanley Bay, Hong Kong
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