11 noviembre 2013

El calor, el calor…

Quizá, parafraseando una canción que solía escuchar en mi juventud, una que interpretaba Danny Daniel con el título de “El amor, el amor”, debería decir (o cantar) también: “el calor, el calor, siempre está en mi camino”. Para lo demás, para aquello de:

El amor, el amor, siempre juega conmigo
No me trates así mujer, que me muero por ti
Yo quisiera saber por qué te has cansado de mí…

Para eso, ya no me serviría el parafraseo! Porque hoy me queda la impresión que aquel calor nunca ha dejado de acompañarme (y, claro, ya no hablo en sentido figurado); pues la verdad es que el calor -me refiero a ese que suele tornarse en maldito-, ese parece que siempre me incordió y que nunca se ha cansado de mí…

Debo haber sentido por primera vez esa sensación pringosa que produce la transpiración provocada por la humedad, cuando “me llevaron a conocer el mar”, como creo que ya alguien dijo. Fue ahí en esos mis primeros viajes a Guayaquil, siendo todavía el niño al que llevaban sus viejos a todas partes -viajes que hoy me parecen que fueron tan frecuentes-, que nunca supe discriminar qué era lo que me parecía peor: si ese raro ambiente en el que me sentía ajeno, si ese calor que -para utilizar un término que antes se usaba- me tornaba “hético”, o si esos escozores insoportables que desde temprano me produjeron los mosquitos!

Para un muchacho de tierras altas y secas y, por lo mismo, acostumbrado al frío de la serranía -y a los vientos empecinados que tornaban en más intensa aquella sequedad-, eso de bajar al trópico para sentir aquel clima cálido exacerbado por una humedad a la que no había tenido oportunidad de acostumbrarme -ni menos de poderme adaptar-, era una sensación no solo ajena y extraña, sino también fastidiosa y agobiante. Un sudor general e inesperado me iba cubriendo toda la epidermis, gotas turgentes y resbaladizas me obligaban a utilizar un pañuelo o a retirar esa substancia acuosa con el inquieto canto de las manos. De pronto, ya no parecía hacer caso a lo que me decían o me indicaban: mi atención se disipaba buscando cualquier artilugio que pudiese servirme de improvisado abanico.

Pero esas solo fueron visitas ocasionales. Pues no habría de sentir los verdaderos rigores del estío hasta que tuve que ir a ese pueblo llamado Vero Beach a realizar mis primeras lecciones de vuelo. Vero Beach era un pueblo más bien joven, pero había sucumbido a esa búsqueda de tardía soledad en la que suelen empeñarse los viejos. Ahí habría de tomar mis primeras lecciones de cómo sustentar los aviones en el aire, pero pronto habría de aprender que la nostalgia y eso de estar “enamorado a la distancia” eran también otras maneras de alejarse del suelo…

Cuando volví, con la ingenua pedantería de saberme poseedor de una licencia de piloto “comercial” (¿de dónde salió un término tan mercantil, solo para designar algo técnico?), me enfrenté otra vez con esos ardores provocados por una selva enmarañada donde no escaseaban los aguaceros interminables ni los bochornos intensos. Ahí sorteé mis iniciales tráfagos aeronáuticos. Era, ese, un pueblito que parecía extirpado de los borradores de García Márquez; lo llamaban con una diversidad de nombres: Shell, Shell Mera, Pastaza y hasta con el inapropiado de Río Amazonas. En ese magro villorrio -realmente solo una fila de casas adosadas a una calle escuálida-, más de una tarde habría de transigir ante la tentación de contrarrestar el efecto de esos calores infernales, escanciando unas cervezas en compañía de un personaje que todo lo novelaba con su humor. Era, un frustrado torero que convertía los episodios de su vida en motivo de broma y de alegría; era un maestro de la chanza y la ironía: el inolvidable e incorregible Caramelo.

Luego vendrían mis periplos internacionales en los que, con lista de compras en mano, habría de dar persistente satisfacción a los caprichos y novelerías de mi mujer o de mis hijos. Ahí, en medio del rigor del clima y del ánimo perentorio que se requería para cumplir con aquellos “mandados”, no pude sustraerme a esa agitación ansiosa que provoca la mezquindad del tiempo. Nunca imaginé tampoco que aquellas ocasionales exposiciones al calor se convertirían después, en todos esos lugares donde tuve que residir más tarde -Corea o Paraguay, Arabia o Singapur-, en una condición a la que jamás pude adaptarme. Siempre habría de extrañar aquella gratuita y generosa sensación que provoca el fresco.

Dhaka, Bangladesh
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario