21 noviembre 2013

Más allá de la parodia

Dentro de pocos meses estaremos celebrando los primeros cuatrocientos años de la publicación de la segunda parte de El Quijote (1615). No hace mucho, el mundo había ya celebrado los cuatrocientos años de la aparición del primer volumen; pero fue, justamente, con la divulgación de esa genial secuela, que la obra lograría alcanzar la dimensión y popularidad que le dieron tan universal reconocimiento. Con ello, la narración de las aventuras del “ingenioso hidalgo” se convertiría en verdadero paradigma para la novela moderna, y pudiera decirse que serviría también como elogio o apología de los valores del hombre.

Quienes hemos tenido la suerte y el privilegio de leer -y de releer- El Quijote (ya que en su relectura siempre descubrimos algo nuevo), tal vez nos habremos dado cuenta que hay ciertas diferencias entre la segunda y la primera parte. La segunda nos presenta a un personaje menos afectado por sus locuras y delirios, a un soñador más sabio y más tierno, inspirado en una bondadosa filosofía. Aquel individuo trastornado por su loca temática, da paso a un personaje imbuido por la magnanimidad; cuyos diálogos con su orondo y cándido escudero constituyen, por sí solos, una lección de cordura, de ecuanimidad y de sentido práctico. Esos  diálogos nos enriquecen con su filosofía y hacen de la lectura de tales incidencias, un motivo de profundo valor didáctico: una extraordinaria lección de vida.

Con la publicación de la segunda parte, puede decirse que es cuando El Quijote pasa a convertirse en la primera y más grande novela moderna. Desde entonces, su influjo sería determinante para el futuro de la literatura. Se dice no solo que Don Quijote sería una de las obras más importantes e influyentes que ha habido en la historia, sino también la obra más completa que jamás se hubiera escrito.

La segunda parte es la que narra la tercera salida del héroe. Allí se descubre una actitud más humana del Quijote, en sus escarceos afectivos, en sus desilusiones y en sus derrotas. Se identifica, en esa segunda parte, una mejor relación entre los episodios y los personajes, y también existe una más articulada continuidad en la narrativa. El enjuto y desquiciado caballero se va convirtiendo ya en un héroe resignado que se consuela blandiendo las armas de la nostalgia y la melancolía.

Siempre pensé que había dos Quijotes. Y no me refiero al original y a la vicaria impostura atribuida a ese tal Avellaneda. Estoy persuadido que hay dos distintos y diferentes Quijotes en la misma novela. Quizá por eso que hoy, que ya ando a las puertas de mi retiro definitivo como piloto, El Quijote me hace meditar en que hay también dos etapas en esa “vida de quijotes” que es la nuestra, la de la aviación: una en que sentimos el orgullo de ser pilotos activos todavía; y otra, una segunda -que quizá ya la he comenzado a vivir-, que es cuando empezamos a sentir una cierta nostalgia, la de la próxima despedida, la de “la tristeza de haber sido y el dolor de ya no ser”… (¿No era que había un tango con esa misma letra?)

Pero será allí cuando trataremos de convertir a la memoria en nuestra pócima medicinal e infalible, en una especie de “Bálsamo de Fierabrás”, bálsamo mágico que nos ha de servir para curar, o para soportar mejor, nuestras heridas... Ahí, sabremos recordar nuestras locas aventuras, recordaremos a nuestros dignos y pacientes escuderos, a esos nuestros metálicos rucios -nuestros avioncitos, esos leales Rocinantes-, y quizá también (quién sabe) a una que otra Dulcinea… Entonces ahí, y sólo ahí, nos sentaremos a teclear unas pocas letras para contar alguna loca travesura. Al hacerlo, quizá parodiemos una frase conocida:

"En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...”

Lagos, Nigeria
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