08 abril 2014

Anatomía de un paisaje

Ese hermoso entorno que usted puede apreciar, leal amigo lector, el mismo que aparece en el recuadro de esta página, no es otro que el que yo observo y admiro al correr las cortinas de mi dormitorio al inicio de cada mañana. Cierto es que, dada mi posición de privilegio -especie de aventajado atalaya-, hay ocasiones en que la niebla oscurece mi inigualable panorama. Mas, por lo general, aquella estimulante vista está allí, mezcla de naturaleza y superposición urbanística, maridaje de los relieves cordilleranos y de esos otros elementos que configuran la ciudad: unas calles o avenidas, unos edificios y monumentos, unos parques…

Pero… ¿Es eso la ciudad? ¿No es la urbe algo más que esa -a veces- desapercibida ilusión que llamamos paisaje? ¿No hay algo más, un algo que justifique ese afán de sus hombres de vivir en medio de ese entorno, de realizar sus actividades allí, un algo que estimule al habitante de la ciudad a seguir en ella o a afincarse?

Si hemos de meditarlo con ponderación, el paisaje no configura, no constituye la realidad misma de la ciudad. Lo que verdaderamente importa es lo amigable y cómoda que la ciudad sea para vivir, el bienestar que ella ofrezca para radicarse, para vivir sus ambientes y rincones, para movilizarse… Por eso, cuando en las madrugadas retiro las cortinas de mi improvisado punto de vigía, sé muy bien que la ciudad es algo más que ese espectáculo que ofrece un deleite visual; ella está más bien en lo que vive, siente y espera su gente, está en los conflictos urbanos que tiene que enfrentar, en sus insatisfechos problemas de tránsito y movilización, en los riesgos que atentan contra su seguridad, en esa comparación inevitable entre lo que se le ha ofrecido y lo que realmente obtiene.

Y ese es justamente el contraste ineludible que en forma cotidiana me cabe comprobar; solo necesito observar la parte inferior del panorama, para apreciar los estancamientos de tránsito que la gente debe soportar, el desorden y carencia de control que tiene que sobrellevar, las limitaciones de la transportación pública que debe sufrir y tolerar… En fin, toda esa frustración que tiene que padecer, y también disimular, convencida -quizá- que en algún lugar ha de haber alguien que ha de estar preocupado por estudiar esa compleja problemática y que ha de buscar probables y -sobre todo- urgentes soluciones para convertir esa anarquía en un sistema eficiente, satisfactorio y confiable.

Cuando un día en Beijing el actual alcalde capitalino me inquirió acerca de la razón o motivos, que encontraba yo, para que una ciudad de ese tamaño tuviese tan sorprendente desarrollo urbanístico, sólo atiné a insinuar dos elementales aspectos: generosidad de espacios y planificación centralizada. No sé si en esto de la generosidad -o mezquindad- en la asignación de espacios para las obras públicas exista un ingrediente cultural; es probable que sí. Sin embargo, creo que en este -como en muchos asuntos de la modernidad- ya queda poco por inventar. Es solo cuestión de ver qué soluciones se implementan y aplican en otros países y lugares; entonces, tomar esa referencia y tratar de aplicarla a nuestra realidad.

En cuanto a la planificación, no siempre se cae en cuenta que no se trata de un recurso para el presente. Así como lo que hoy existe es algo que se vislumbró o no, que se anticipó o no, en el pasado, lo que mañana se disfrute -o se tenga que sufrir, tolerar y transigir- ha de ser consecuencia de lo que hoy se logre anticipar.

Quito

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