24 abril 2014

Entre la fantasía y la nostalgia

Tratábase de la historia de una estirpe condenada, más que a la soledad, al aislamiento y al olvido. Habían pasado apenas dos años desde su primigenia publicación, cuando "tuve que leerla" sin ese beneficio que regala el tiempo, que permite la meditación, la correcta relación entre los actores y aquel disfrute que tal vez sea uno de los mayores obsequios que nos pueda otorgar la literatura: la posibilidad de saborear una y otra vez unas frases, que como en esa novela, estaban engalanadas con la prodigalidad de su exuberante poesía.

Me habían concedido un plazo excesivamente perentorio a esa edad -tenía solo diecisiete años- para que la leyera, hiciese un resumen y lo expusiera en un concurso intercolegial, el del Libro Leído. No me animaban, por lo tanto, la curiosidad o el deleite literario; mi lectura obedecía a un sentido del deber, a esa urgencia que nos atropella cuando nos obliga el compromiso. Por eso, creo que esa primera lectura obedeció a motivos equivocados, tenía algo que ver con esa "e" mayúscula escrita al revés, como si fuera un tres, como un error de linotipista que se había dejado sin corregir, en la postrera palabra del sugerente título.

De su autor se había empezado a hablar con insistencia. Era quizá, ya en esos días, el más relevante representante de una nueva manera de hacer novela en el continente; era la suya, una distinta forma de narrar, donde con un método alambicado se hacían coexistir a la magia y al realismo. Las novelas que habían surgido en aquella década parecían utilizar un recurso común: semejaban más bien una superposición de cuentos, donde reinaba la fantasía, la irrealidad, la intransigencia del mito. Y eso era "Cien años de soledad", una obra novedosa por su técnica, sus recursos y sus artificios.

Creo que para entonces su autor ya gozaba del rédito intangible de la fama. Yo no sabía, sin embargo, si la música de su nombre se trataba del capricho de uno de esos apellidos compuestos, si el García estaba allí como ingrediente bautismal o si se trataba más bien de su apellido paterno. Desde siempre debo haber tenido la callada sospecha que quizás obedecía a esa añeja costumbre que habríamos heredado de los conquistadores de ceder al influjo rimbombante de mencionar, cual si se tratase de un blasón exclusivo, nuestros dos apellidos completos.

Como para muchos, me habrían de bastar las primeras frases para intuir -a pesar de mi premura- que me había adentrado en la lectura de una historia alucinante. Esa antigua memoria de Aureliano Buendía, aquella de "la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo" me habría de poner frente a frente con mi propio y más difuso recuerdo: la sombría mañana en que mi viejo "me llevó a conocer el mar", donde -más que el mismo océano- lo que habría de dejarme más duradera impresión fue aquello de comprobar que la playa era un rutilante plano inclinado donde jugueteaban las jaibas sobre un húmedo e interminable espejo...

Pero, el verdadero magnetismo de "Cien años de soledad" no estaba en la relación de una epopeya inverosímil; el imán que atraía en la novela -como ese artilugio novedoso con que los gitanos convulsionaron a Macondo- era la forma en cómo se contaba la historia, con esa mezcla de verdad y de fantasía que caracterizaron a las leyendas que contaron después de la cena nuestros abuelos, con ese mismo amasijo de ingenuidad e inventiva que nos hicieron escucharles -con la boca abierta- todas esas historias inverosímiles que nos hablaron de la sombra que se desplazó en el desván, la caja del "entierro" que parecía cambiar de sitio en una pared o la orgiástica y lujuriosa del escurridizo "Chutamuertos"...

En días pasados se ha alejado de nosotros el creador de esa saga apasionante. El Macondo de su novela inimitable estuvo inspirado en el pueblo de su niñez y en la persuasión de que la vida no es lo que a uno realmente le sucede sino cómo uno lo recuerda. Del mismo modo, su pueblo fantástico y mitológico siempre nos ha de ayudar a prefigurar -y rememorar- nuestro más lejano y exclusivo pueblo fantasma, uno de cuya existencia es suficiente que estemos persuadidos nosotros mismos: la patria inalterable de nuestra propia infancia, la que nos lleva y llevará a la soledad de nuestra nostalgia, esa que anima nuestros más íntimos recuerdos.

Quito

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