16 abril 2014

¡Primer aviso!

Esto, lo del “stent”, ha resultado una especie de “gentle reminder”, un oportuno “recorderis” -como dicen en lenguaje coloquial-, una suerte de lo que en términos aeronáuticos llamaríamos un “call out”, o lo que los taurinos denominarían un “primer aviso”. Por suerte, se ha constituido también en lo que los que hablan en inglés llamarían un “blessing in disguise”; es decir, una bendición disfrazada. Y esto, no solo porque ha sido parte de una detección oportuna y anticipada, sino por todo aquel mensaje admonitorio que conlleva, por esa advertencia de que en la vida existe un proceso, aspecto al que debemos asignar una cuota de atención cuando enfrentamos eso inevitable e incontenible que se viene con “la edad”.

La enfermedad coronaria, a diferencia de la mayoría de las demás enfermedades, no sucede en forma súbita, es más bien una consecuencia, solo la parte final de un largo y silencioso proceso. La calcificación u obstrucción de las arterias del corazón no sucede de un momento a otro, es un trámite constante y continuo que va poco a poco, y en forma paulatina, afectando la eficiente circulación sanguínea en los vasos coronarios. El colesterol constituye una forma de sedimento que se va acumulando en forma pertinaz, sin que la persona afectada sienta ningún síntoma o efecto que le ayude a advertir de su callado avance.

No obstante, lo formidable del cateterismo en particular, es lo simple e incruento que resulta (no intento subestimar aquí ni la delicadeza del procedimiento en sí, ni el alto grado de destreza que se requiere para su exitosa realización; tampoco quisiera desestimar los riesgos que le pueden ser correspondientes). Además, el paciente permanece conciente a lo largo de toda la intervención. Solo se utiliza anestesia local y el enfermo puede observar en las pantallas de monitoreo la exploración que los médicos efectúan para determinar el grado de obstrucción que pudiera estar presente. Así, tan pronto como el paciente despierta de una posterior duermevela, se encuentra ya en condición de dejar el centro de salud y está listo para reintegrarse a sus actividades normales, sin restricción aparente.

La única huella que deja la angioplastia es el minúsculo corte en la zona donde se había producido esa incisión que se efectúa para permitir el ingreso del catéter. Y este no es sino un tubito muy delgado (quizá tenga la misma sección que la de una mina -o repuesto- de estilográfico) que tiene aproximadamente una vara de longitud. Este delgadísimo ducto sirve para transportar hacia el músculo coronario el material e instrumental que fueren necesarios para cumplir con las tareas de monitoreo y curación (reparación?) que puedan ser pertinentes.

En los casos en que la obstrucción es considerable y supera un determinado porcentaje, los cirujanos optan por provocar un momentáneo ensanchamiento en la arteria bloqueada; en él han de implantar un diminuto alambrito en forma de resorte (el “stent”), el mismo que es colocado en el punto de obstrucción y que luego se ha de confundir con el organismo en un proceso de fusión, cual si se tratara de una simbiosis permanente. De acuerdo con cuál sea la naturaleza de la lesión, uno -o más- de estos ingeniosos artilugios se han de instalar en forma simultánea y con carácter definitivo y también permanente.

Lo más sorpresivo del procedimiento es, sin embargo, la expedita y casi inmediata recuperación posterior que experimenta el paciente. Mejor dicho, no existe -después de la intervención quirúrgica- ese malestar postoperatorio que es característico en la cirugía tradicional. La única impronta que denuncia que se ha realizado este exploratorio arbitrio es la huella del pequeño corte que ha producido la incisión inicial. Allí, en esa misma zona, no es infrecuente que quede un no muy significativo derrame que desaparece en pocos días. De todos modos, no sería exagerado comentar que el alta médica se produce tan solo un par de horas luego de la salida del paciente del teatro de tan importante intervención.

Quito

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