26 abril 2014

De piropos y silbidos

Ese habría sido el primer chiste picante que en casa me enseñaron a contar. Hoy, pasados los años, no puedo dejar de reconocerle algún ingrediente homofóbico. Lo curioso es que cuando lo contaba -y por entonces no tenía más de seis años- siempre despertaba el deleite de mis familiares y, sobre todo, de los amigos de mi padre, quien en forma recurrente me convocaba para que contara una nueva vez aquella hilarante historia del "mariposón"…

Por esos años, yo no me había percatado todavía del significado del terminajo. Estimo que quizá disfrutaba repitiéndolo porque estimulaba mi incomprendida celebración. El cuento se refería a un individuo que día tras día pasaba frente a una obra en construcción, sólo para comprobar que era objeto del incordio de unos albañiles que, con su insinuante silbido (¡juit-juiu!, ¡juit-juiu!), daban cuenta de que se habían apercibido del paso de ese personaje de tan afeminada condición. Cansado éste del repetido acoso, un buen día cruzó a la vereda opuesta y desde allí se dirigió imperturbable a su fastidioso auditorio: "¡gracias señores arquitectos!", ufano les replicó.

No estoy seguro si, para entonces, yo habría logrado aprehender el cabal significado de la broma en cuestión. Quizá la seguía repitiendo debido a la insistencia de la audiencia y porque, a esa edad, ya habría empezado a descubrir lo gratificante que resultaba estimular la respuesta ajena ante las insinuaciones que provoca el humor. Recuerdo, además, que ya desde entonces advertía esa inhabilidad mía para lo que desde siempre me pareció un arte complicado: la destreza de silbar. Entonces, como ahora, reemplazaba el silbido con la sucedánea onomatopeya (¡juit-juiu!, ¡juit-juiu!).

Pero así como nunca aprendí a silbar (ignoro si aquella inutilidad está impuesta por mi personal anatomía), tampoco cultivé la costumbre de decir lisonjas en la calle o de "piropear". Desconozco si esto tiene que ver con el tipo de educación que recibí en la casa o, si más bien, corrobora mi inveterada timidez. Es también probable que algo tenga que ver con lo distraído que a veces voy cuando camino por la calle, de modo que cuando caigo en cuenta que me he cruzado con una moza atractiva, ya es tarde cuando intento hacerle un guiño o dedicarle una sonrisa. Sin embargo, ¡cómo no advertir unas caderas opulentas o un regazo turgente, listos a espolear nuestra imaginación con esa sutil invitación que provoca su cimbreante balanceo!

Lo cierto que para aquello de echar un piropo soy nulo. Cero a la izquierda. No sirvo! Y es extraño que no lo haya aprendido, porque eso -decir piropos- era algo que escuchaba a mis vecinos de barrio, gente ocurrida, hilarante y desinhibida que, aunque de rato en rato soltaba un burdo ladrillo, por lo general hacía gala de chispa, salero elegante y generoso buen humor. Yo, por mi parte, quizá sólo aprendí a sostener la mirada mientras insinuaba una sonrisa con intención encubierta y sólo muy de repente pergeñaba un callado y halagüeño murmullo, no sin antes asegurarme de que nadie fuera a convertirse en mi inoportuno delator. Por eso, quizá pronto habré desistido de aquellos disimulados como susurrantes arrestos...

Hoy, esos ocasionales y cada vez más infrecuentes piropos son considerados por algunos como una muestra de acoso, mientras otros los siguen celebrando en el convencimiento de que aquellas formas de zalamería (¿seducción o conquista?) son solo manifestaciones de gracejo y picardía, que -lejos de fastidiar- más bien gozan de la anuencia y simpatía de las propias destinatarias ¿Son buenos o malos los piropos? Creo que ni lo uno ni lo otro. Intuyo que quienes los infaman o defienden tal vez han soslayado el punto clave: que hay piropos que suenan elegantes y otros que tan solo constituyen un avance indiscreto, una insolencia impertinente y peregrina.

Por mi parte, me conformo con insinuar con la mirada. Estoy seguro de que alguien sabrá interpretar, en esa oblicua insinuación, lo único que realmente me he visto forzado a callar: el testimonio de mi asombro y embeleso. No creo que ya nunca logre aprender siquiera aquella ajena destreza de lisonjear en la calzada. En cuanto a silbar... he de seguir todavía contentándome con un parco y abreviado juit-juiu…

Quito

Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario