27 junio 2014

Contraste de dos ciudades

Sentencia el conocido aforismo aquello de que "a quien madruga Dios le ayuda"... Todo parecería indicar que al que no, a más de resistirse a asistirle, habría también de cobrarle un peaje. "Pedagio" como dicen en Brasil, en un idioma que, por la falta de exposición auditiva, nos parece más similar al nuestro en la escritura que en lo que se escucha coloquialmente. Esto, a pesar de que el portugués que allí se habla, comparado con el ibérico, resulta no solo más entendible, sino también más gracioso y melodioso. Daría la impresión que los locales tienen una mayor facilidad para entender el castellano que la que nosotros poseemos para comprender su idioma. Me temo que esto se relaciona con la costumbre que tienen de tratar con gente de habla hispana, debido a esa fuente inagotable de ingresos que les resulta el turismo.

Pero volvamos al hilo de la primera frase. Y es que esta vez nos ha tocado en suerte -a mí y al grupo que me acompaña- un hotel que está situado en un sector (realmente una barriada) que está ubicado muy lejos del sector tradicional de Río de Janeiro. Estamos a unos buenos treinta kilómetros, y ese aforo que antes comenté no radica solo en la distancia sino, sobre todo, en esa sensación que producen la incuria y la ausencia de preocupación del propio habitante local, del de este otro Río de Janeiro, por el desorden y precaria imagen que ofrece este desastrado sector de la urbe.

Porque quien llega a Río desde el interior del Brasil, se lleva una impresión que no solo es diferente sino decepcionante. Esta es una zona donde reina la ubicuidad de esa fea lacra llamada "graffiti", la misma que el visitante no consigue entender cómo pudo haberse tolerado en tan alto grado. Confluyen -en tan travieso como perjudicial esfuerzo- el ocio, la negligencia administrativa y la ausencia de un sentido estético de una clase que está asociada con el espíritu invasivo e informal de la humilde "favela" carioca, estamento que se caracteriza, más que por sus carencias, por esa abusiva y agresiva altanería que define a su menesterosa condición.

Empero, tan pronto como el transporte de turismo cruza al otro lado de un lóbrego y prolongado túnel, la luz -literalmente- se hace… De golpe, asoma ese otro Río de Janeiro que uno ya conoce, el que mis acompañantes esperan, ese del que uno ha ponderado y que quienes no conocían esperaban con ansiedad. De súbito aparece otra ciudad, ordenada y afluente, hermosa y bien construida. Es así como, de golpe, se hace más apreciable el majestuoso encanto de los mágicos contrastes naturales.

Entonces se inicia el esperado disfrute de hermosas avenidas, jardines y parques. Asoma la calma de la laguna de Rodrigo de Freitas, las playas de Ipanema y Leblón, las más populares de Copacabana y Leme. Aparecen los sorprendentes riscos del Pan de Azúcar, Mesa de Gavia o del dominante Corcovado; y el visitante absorto y ensimismado no cesa de ponderar y de preguntarse cómo es que la naturaleza buriló aquí un trabajo tan alucinante y extraordinario... Uno no puede sino dejar volar la imaginación y remitirse a las gestas náuticas de los primeros exploradores europeos que se apostaron boquiabiertos una luminosa mañana de enero ante el fortuito descubrimiento de la privilegiada e irrepetible Bahía de Guanabara.

Subo al farallón vertiginoso que conduce al famoso monumento al Cristo Redentor cuando el sol se va ya difuminando en el ocaso. El cimbreante camino hace un recorrido demencial al borde mismo de un precipicio que se mimetiza con la selva del parque de Tijuca. Arriba, una asistencia vocinglera se hermana gracias a esa extraña embriaguez colectiva que provocan los paisajes excepcionales. Nadie escapa a esa sensación exultante que produce el admirar, al filo de la noche, cómo la mítica "ciudad maravillosa" se extiende luminosa, coqueta y sonora a sus pies. Entonces todos dan gracias a la vida y olvidan la impronta de esa otra ciudad, la que quedó envuelta en el desorden grosero de la “favela” y del garabato insolente del graffiti.

Río de Janeiro

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